Por: Pablo Bromo
Estos apuntes llenos de literatura podrán parecer una interpretación explosiva, pero más bien son un homenaje o la breve crónica de un concierto anunciado –el pasado martes 18 de septiembre en San Salvador– con múltiples birrias, ternura y cariño, vasto aprendizaje y poesía necesaria. Pero a ver, no me quiero poner ultra poético y elevado, lo que quiero en todo caso, es contarles lo que sentí al escuchar a Jorge Drexler con toda su travesía y travesura de canciones en vivo. Y quizá, en el mejor de los casos, que me tengan un poquito de paciencia –y envidia– por la densa colmena de sensaciones que viví para contarles esto.
Después de varios años de escribir sobre música disímil y disfrutar de una buena dosis de conciertos de todo tipo –y además, latinos: Charly García, Fito Páez, Andrés Calamaro, Joaquín Sabina, Gustavo Cerati, Café Tacvba, Zoé, Babasónicos, Los Aterciopelados, Los Amigos Invisibles entre otros–, les puedo asegurar que no había sentido una emoción casi “quinceañera” por ver a un músico que, en mis últimos años, se ha convertido en compañero de viaje a través de canciones brillantes y discos sensibles como: Sea (2001), Eco (2004) y 12 segundos de oscuridad (2006) por citar algunos.
Lo más especial de todo, es que en este recital Jorge presentaría sus rolas más nuevecitas, las canciones salva vidas de su Salvavidas de hielo (2017) con cinco nominaciones a los Grammy Latino. Además, que en vísperas de mi cumpleaños #38 era algo inadmisible no verlo, ya que años atrás cuando vino a Guatemala no pude ir al concierto. ¡Por eso, y por otros motivos impronunciables, este recital significaba más que el significado mismo! Era una plétora de contundencias. Un alfaque de pleonasmos sutiles que hervían desde la ola más equidistante del trópico. Un armatoste de deseos contenidos a punto de estallar como dinamitas sonoras al filo de un estruendo inadvertido. Era puro amor, pues, del bueno.
Ya ven, aunque quiera ponerme más periodista y menos poeta, me resulta difícil no hablar en nombre de la poesía. Sobre todo, por algo específico; ya que siempre he pensado que andar en gira y gira y gira por los continentes –además de negocio–, es una forma no abstracta de llevar la sensibilidad a todas partes. Menciono un ejemplo: los juglares y trovadores de la Edad Media que llevaban el “don de la palabra” a cada sinfín de su contexto. Eso se agradece. Y por esa razón, acercarse al concierto de un personaje como Jorge Drexler era un imperdible.
Armado con la fiebre maravillosa de la certeza, compré las entradas a finales de junio con esa espontaneidad que te dan los recuerdos futuros –los déjà vu que le llamamos luego–. Así que, desde entonces, estaba preparado con mi mochila de universos y canciones brillantes en bajada de una cuesta inevitable. Pero cuando llegó septiembre, pensé que el viaje ya se había disuelto o disipado. Yo seguía con la esperanza –y la fe, que nadie nos arrebata–, sin embargo, sentía una especie de “distancia al concierto”. Pensé: «Si no lo veo este septiembre, lo veo el próximo año… Europa, México, Argentina, España… donde sea». Pasa que, en Guatemala, las productoras locales no se animan a traer músicos que no toquen reguetón, salsa, el “pop más pop” y algunas excepciones. Pero volver a traer a artistas como Jorge Drexler, Kevin Johansen o Andrés Calamaro les resulta un riesgo que no quieren poner en su tablero de juego. Así que decidido, me dije «lo vemos en El Salvador, sea como sea… igual ya tengo las entradas».
El viaje llegó. Era lunes y estábamos con los nervios encendidos como linternas en un día de camping. El viaje en bus de cuatro horas estuvo relajado y esquimal gracias al aire acondicionado. Pero al llegar a San Salvador, un incendio me dejó quieto y hasta cansado. Había olvidado que San Salvador parece un sauna, y éste me recibió con su trote de calores incandescentes y redondeles por todas partes.
El concierto era hasta en la noche, así que fuimos a almorzar y luego por unos helados, para dejar de previa al concierto una visita a la emblemática cervecería Cadejo para conocer y refrescarnos un rato. Ahí entre birras artesanales de todos los sabores –wheat ale, red ale, honey blonde ale, stout, etc.– y unos choripanes; reímos a carcajadas contando anécdotas con otros amigos queridos que también iban al concierto y que encontramos por sorpresa. Después de un par de horas, pagamos la cuenta, pedimos el Uber y llegamos al pabellón ya un poco entonados. El orden de la fila me pareció de una sutileza sorprendente. Ahí caí en cuenta que el público de Drexler en El Salvador es joven, bastante joven. Si mucho llegaban a la treintena de años, pero la mayoría parecían universitarios y no “chavorrucos” como nosotros. Entramos, fuimos por más cerveza –birria como le llaman los salvadoreños– y acomodamos una mesa al centro de la sala. Nadie dijo nada.
En ese momento, Las Musas Desconectadas dosificaban una buena cantidad de sonidos desde el escenario: batería, guitarras, tambores, violín, bajo, flautas y teclados. Desde lejos no alcanzaba a escuchar las letras, pero me pude percatar que su discurso era poético y empoderado. Hicieron muy buen trabajo, aunque la mala acústica del lugar no les ayudó a ecualizar al público en armonía y trémolo. Terminaron su presentación y se despidieron –las nueve integrantes– con un «Gracias… los dejamos con Jorge Drexler». Los aplausos y gritos invadieron la sala.
Llegó el momento. Un repicar constante invadió las grandes bocinas y el ambiente empezó a adquirir muchísima más mística. Hasta las luces cambiaron. Al fondo del escenario, un círculo que florecía gracias al mapping se erigía sutil pero poderoso. Era el círculo de una guitarra, visto desde adentro y con sus seis cuerdas flotando. El paisaje cambiaba con cada rola, claro, como cambia la vida misma.
Los músicos fueron saliendo uno a uno hasta que salió Drexler. Los gritos llegaron como una oleada de pájaros sedientos, y el repicar de Movimiento –la rola que abre su disco nuevo– seguía intacto y llenándose de aristas enamoradas. Jorge se acercó al micrófono y nos dijo con una sonrisa dibujada en el rostro: «Hola, El Salvador, no sé por qué tuvo que pasar tanto tiempo… este encuentro lo tuvimos que hacer hace mucho».
Y empezó su fabulosa canción, que es una oda a la impermanencia y a no quedarnos quietos como humanidad. “Somos una especie en viajeeee, no tenemos pertenencias, sino equipaje… Nunca estamos quietos, somos trashumantes, somos padres, hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes… es más mío lo que sueño… que lo que toco… Yo no soy de aquiiií, pero tú tampoco”.
Con una energía impecable, Jorge volvió a saludar al público y se pudo sentir su alegría a tope. Le siguieron Río abajo –de sus primeros discos–, Abracadabras –una belleza de poema musicalizado que en su versión original canta con Julieta Venegas–, Transoceánica y 12 segundos de oscuridad –tocada magistralmente y en completa armonía por su cuarteto de excelentes músicos.
Sin embargo, había algo raro en el ambiente. Mi intuición –como les contaba– me dice que el público era demasiado joven, y que no estaba conectado realmente con lo que estaba pasando en el escenario. Había murmullos, risas, charlas y ruido de fondo. Jorge se percató de eso inmediatamente y pidió silencio. Dijo sutilmente: «Yo sé que quieren bailar, gritar… pero todo a su momento. Este es un concierto atípico y tiene su propia naturaleza… hay momentos para escuchar y otros, para cantar».
Sus palabras sorprendieron a gran parte de los asistentes –sobre todo al área del fondo, la General, que era donde estábamos–, sin embargo, el ruido persistía incómodamente porque algunos seguían conversando. Pensé, “¿Cómo es posible que teniendo a un talentosísimo músico que viene a compartir sus experiencias, poemas y enseñanzas no pueda un público estar en sintonía y empatía?”. No sé, me dejó pensando muchísimo en la época que vivimos, en educar al público, en el maquinismo de muchos músicos, que como dijo Drexler: «No quiero que sean robots, solo quiero que escuchen atentamente algunas canciones…»
Luego, magistralmente habló de lo que sentía con sus canciones y como le inspiraban, «que son como un péndulo que oscila hacia el otro lado de la realidad…», para darle entrada a Estalactitas. A la que presentó como «una canción que habla del amor adolescente, del descubrimiento del cuerpo propio a través del cuerpo ajeno». Y así, todos coreamos su reconocido estribillo: “Na, na, na” mientras exponíamos nuestro adolescente interior al unísono.
Prosiguieron, Universos paralelos –a ritmo de funk– y la espectacular Despedir a los glaciares –con un desafiante hipnotismo sonoro muy al estilo de The National– para llegar a la poética Asilo –que en su original de estudio canta Mon Laferte–.
Así, el concierto fue convirtiéndose en un animalito en movimiento. Vivo, por momentos dócil y por momentos feroz todopoderoso. La parte acústica llegó y Jorge invitó a todos que escogieran su mejor asiento para disfrutar de esta parte. «Pueden acostarse si quieren… porque esta es la parte en la más necesito su atención». Siguieron Salvavidas de hielo –que en estudio la canta junto a Natalia Lafourcade–, Al otro lado del río –ganadora del Óscar en 2004 como Mejor canción original y cantada a capela, que me erizó el cuerpo entero–, la espeluznante Todo se transforma –que es una de mis favoritas–, Guitarra y vos –la primera rola que escuché de Drexler en el 2006–, Salvapantallas, Inoportuna y La Milonga del moro judío –que todos corearon con ganas–.
Después de esta dosis acústica y maravillosa, que como en un ritual sonoro alrededor de la hoguera nos llenó de calor a todos; Jorge regresó a la electricidad inquieta de sus músicos, y presentó a dos de ellos para seguir la velada.
De inmediato se escucharon los acordes mágicos de la espectacular Pongamos que hablo de Martínez –que se la dedica a Joaquín Sabina en su último disco–, luego tres más bailables: Amar la trama –de su noveno disco del 2010–, Me haces bien –que creo fue la más coreada de todas– y la más atinadísima de la noche: Silencio, que con su coro despidió el escenario. “Y cuando el ruido vuelva a saturar la antena, y una sirena rompa la noche inclemente… No encontraremos nada más pertinente… que decirle a la mente… Detente… ¡Silencio! ¡Silencio!”
Luego los músicos regresaron con tres muchísimo más bailables: Telefonía –nominada a Grabación del año y Canción del año por los Grammys Latinos de este año–, Bailar en la cueva –tocada a manera de calypso– y La Luna de Rasquí que con su clásico “Y la luna me hablaba solo a mí… y la luna me hablaba solo a mí” puso a bailar a muchos después de dos horas de concierto, incluso al mismo Jorge que bajó a bailar junto al público cerca del escenario.
Así se despidieron los músicos, pero después regresó Jorge junto a Las Musas Desconectadas y cantaron la belleza de Quimera –que habla del proceso creativo de los artistas y de cómo le costó escribir canciones para su nuevo disco–, para despedirse definitivamente de rodillas en el escenario y con la mano el corazón: «Gracias, El Salvador… por esta noche mágica» y luego, justo después, se refirió al gran poeta Roque Dalton, que mencionó como uno de los más grandes poetas.
Pero la noche, queridas y queridos, no terminó ahí. Había que celebrar mi cumpleaños como se debe, y el querido Salvador Montenegro –dueño de Rocamadour– con quien nos encontramos por sorpresa antes del concierto– había averiguado donde era el after con Jorge Drexler y los músicos. Así que decidimos escaparnos antes de que llegara la mayoría y salimos disparados a reservar mesa. Waze nos ayudó a encontrar el lugar y llegamos en cinco minutos.
El lugar era una casa convertida en restaurante con vista panorámica de San Salvador. Se llamaba Balance y, al parecer, ya tenían todo preparado para recibir a Jorge, sus músicos y unas 100 personas. Nos sentamos en la mesa del centro del jardín, pedimos vino, birrias y brindamos por mi cumpleaños junto a los amigos. Esperamos alrededor de media hora y Jorge apareció junto a su equipo.
Claramente, todos querían selfies y platicar con él intensamente, así que no insistí y seguí celebrando con mis amigos queridos. Digamos que mi afán no era parecer un fanático más, sino más bien agradecerle enormemente por su música, talento y energía. Así que esperé y esperé a que todos se fueran yendo. Cuando por fin pude acercarme, lo vi aturdido y no quise molestarlo. Le di la mano solamente y le dije “Gracias”. Él se volteó y me dijo, “Espérame un momento”, mientras anotaba o firmaba algo para una chica rubia que parecía tirársele encima al músico.
En ese momento sentí que no quería incomodarlo con más fotos o pláticas sobre poesía latinoamericana o física cuántica, así que busqué a mis amigos y les dije: «Nunca he comido tacos en San Salvador… ¡Llévenme! ¡Es mi cumpleaños!».
Y así celebré mi aniversario #38: Comiendo tacos en una caseta a las 3 de la mañana y tomándome una Pilsener “bien helada” en vaso plástico al lado de dos personas muy especiales, con sonrisas y ese delicioso olor a carne quemada.
La verdad, no puedo pedir más, aunque tal vez sí: que Jorge hubiese cantado tres de mis favoritas: Eco, Las transeúntes y Fusión. Esta última mi favorita, que he dedicado y cantado vehementemente desde febrero de este año.
PD: ¡Gracias, Jorge, por llegar a mi fiesta de cumpleaños y tocar tus canciones! Lástima que no pudimos hablar, pero te vi feliz bailando cumbia salvadoreña en la fiesta. Yo la pasé muy bien y espero volvamos a coincidir pronto. Hasta luego.
*Gracias a mi prima Moni por las fotos, solo pude tomar videos.
Foto de portada tomada de Clapps
Haber tenía tiempo de no leerte Bromo desde ese blog donde hablas de the National! Y con Drexler mi hiciste vivir de nuevo nuestra noche con él en Valencia hace unos meses... Drexler es puro amor hecho música, cuanta dosis de energía y dulzura al mismo tiempo. Me pregunto yo también porque en Guatemala somos muy pocos los que apreciamos y escuchamos su música porque no nos dejamos llevar por la “ODA A LA IMPERMANENCIA”, el movimiento que nos recuerda que no somos de aquí pero tú tampoco ...de ningún lado del todo y todos lados un poco.. Aplaudo tus palabras de hoy y hay que llevar en nuestras cabezas y oídos ese SILENCIO que nos pide nuestro gran Drexler porque no encuentro nada más valioso que darte, nada más elegante que este instante de SILENCIO” y Feliz nueva vuelta al sol Bromo la pasaste de maravilla y es así como debe ser!