Gerson Ortiz, Guatemala 1984. Periodista y comunicólogo egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Ha trabajado como reportero y columnista en Diario La Hora y como editor en elPeriódico, ambos en su país natal. También ha colaborado en medios internacionales como Cinco Días (España) CNN (México) y Exandas (Grecia).
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Estocolmo (fragmento)
El episodio onírico ocurría en un vacío azul claro, ocupado únicamente por los cuatro personajes, un océano y una pequeña e infértil isla.
Los dos seres lo observaban desde la orilla de la isla mientras él flotaba en un mar sin oleaje. Esa paradoja del océano en calma le generaba una perturbación lacerante, pero no lo suficientemente fuerte como para despertarlo, me aseguró.
Lejos de él, en dirección a la parte más profunda del mar, el niño chapoteaba desesperado. El soñador nadaba hacia él para auxiliarlo y en ese acto ocurría la segunda sensación del sueño: su acercamiento hacia el tercer personaje era directamente proporcional a su noción de vértigo. “Es como si en lugar de nadar, fuera escalando entre el vacío. Es horrible estar cada vez más alto sin tener nada de qué sostenerse. La caída es inminente”, me explicaba. Ver hacia la tierra firme era lo equivalente a mirar hacia el fondo de un precipicio desde la orilla de un puente inestable.
Cuando llegaba hasta el pequeño, la frenética atracción hacia el fondo del océano era irrenunciable. Era entonces cuando, con el niño en brazos, miraba hacia su isla y clamaba por la ayuda de sus dos espectadores.
Ambos nadaban hasta él y lo ponían a salvo en la orilla. Esa sensación de bienestar lo aletargaba aún más, alimentaba su somnolencia y evitaba la interrupción del final trágico.
Una vez en la isla, el soñador observaba el lejano agitar de manos del niño que todavía no era rescatado. Angustiado, intentaba comunicarse con los esperpentos, que parecían no entender su lenguaje. Ellos nadaban hasta el pequeño y lo estrangulaban. Una vez muerto, lo sacaban del mar y lo llevaban a la isla.
Sobre la arena yacían los dos cuerpos humanos, pero solo uno de ellos respiraba: el del soñador.
La sensación que proseguía a ese episodio era la de la confusión. Como los esperpentos parecían no descifrar los códigos de su lenguaje, el soñador se enfrentaba a una nueva paradoja: en el idioma de sus espectadores “salvar” significa “matar”. Pero también lo invadía la incertidumbre de la construcción ambigua de una idea: “me pregunto si acaso no soy yo quien les pide que no lo salven, que lo ahoguen”, me decía. “¿Significa que para mí, morir es la única forma de salvarse?”, se preguntaba.
Los victimarios le pedían deshacerse del cadáver y él mismo les ayudaba a cavar un agujero en la playa para enterrar el cuerpo.
Cuando la sepultura se consumaba, los seres se alejaban arrastrando las manos sobre la arena y en dirección hacia el mar. El soñador los veía caminar sobre el agua hasta que se perdían en un horizonte monocromático.
Embargado por el arrepentimiento, el soñador empezaba a desenterrar al pequeño de la fosa, removía la arena con las manos hasta que sus uñas rasgaban la carne de uno de los brazos del cadáver.
El cuerpo no era el de un niño ahogado, sino de una niña de piel blanca envuelta en un vestido de terciopelo morado y el pelo negro sobre sus hombros. La niña se sacudía la arena de los ojos y le pedía ayuda para salir de la sima. La última sensación del sueño fue definida por el paciente como “una espiral de resurrección”, la cual acaba despertándolo.
Epílogo
George Duby decía que la huella de un sueño no es menos real que la huella de una pisada. Estos cuentos son sueños que dejan huellas. Profundas.
Gerson Ortiz crea personajes profundamente complejos y a la vez tan simples como cualquiera. Sus narraciones son un retrato perfecto de la soledad en compañía. Carl Jung postulaba que, en un sueño, cada uno de los personajes representa a la persona que sueña. Son todos el mismo. Cada uno es una parte diferente que compone al mismo ser humano. En estos cuentos Sara es también Abraham; Remiel y Miguel se confunden; Anaximandro es él mismo y su mejor enemigo, un extraño paciente sueña con su psicóloga y Simone encuentra en el funeral de su madre los lazos que suelen atar al subconsciente con la consciencia.
Los cuentos de Ortiz son de una enorme profundidad piscológica. Escritos con un estilo que atrapa y envuelve, giros literarios que hacen al lector ir y venir en un mundo onírico. Porque bien dicen que dormir es morir un poco y “en el momento de la muerte es cuando uno comprende la nada de todas las cosas” dijo Thomas Carlyle.
Quien entre a estas páginas no se arrepentirá.
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