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Página principal > Columnistas > Texto > Sebastián Salvador > Un hombre común
14 septiembre, 2017  |  Por: esQuisses En: Columnistas, Sebastián Salvador, Texto

Un hombre común

Un hombre común

 

 

 

Por: Sebastián

Sobre su nombre y origen hasta el día de hoy las historias no están de acuerdo: fue desconocido y común. Cuando la gente le conversaba, en seguida le olvidaban, para marcharse, sin notarlo, un poquito más alegres, más en paz. Hay quien dice que habitó en el ruido, que dejó familia y que ganó el pan.

Cuando salía de su casa en la cañada a la mañana oscura, él iba, como todos, hacia las lentas horas, la luces de tubos fluorescentes, el rango bordado en la camisa, los sobres clasificados por peso y destino, el sello seco de tinta roja, la decisión de que alguien superior movía los hilos de la secreta trama. Se expresaba discretamente. Estaba siempre donde se lo debía encontrar.

Sólo nos consta que solía, al salir de su casa en la cañada, alzar la vista al cielo y, al bajarla, ausente, tropezar. Que le gustaba andar despacio, ir silbando melodías improvisadas, ver pasar la gente, hacer programas detallados para guardarse de la prisa y la indecisión. Demostraba una capacidad desbordante para aceptar el mundo tal como realmente es, en todo su raquitismo, emoción y bestialidad. Sólo por hoy, se decía cuando era consciente de que el mundo y su velocidad lo negaban, sólo por hoy no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie, sino a mí mismo.

Si algún compañero, durante las pausas de café, le opinaba sobre política o le imponía una palabra a su oído, como por ejemplo compromiso, él sonreía. Él no sabía nada, no deseaba entre horas. Esperaba. Medía la superficie del día mientras aguardaba el bote que lo llevaba de regreso al hogar. Volvía entre la gente con su camisa gastada y su sombrero de ala corta y su rostro pálido y humildemente él mismo.  Quien lo veía asomándose entre la muchedumbre pensaría que es saludable que a veces se dé esa transposición y en medio de lo importante aparezca un detalle lateral, de apariencia insignificante, que nos descubre el derecho de lo mínimo a ocupar su espacio.

Nada parecía cambiar. Las calles de la cañada con sus agujeros cubiertos con maderas, la puerta de rejas negras, la mesa, el pan, ¿qué era el pan de cada día? Vivía en las atmósferas de un mundo que camina entre polvo: el mundo de un hombre común. Sin pensarlo mucho, rezaba con costumbre de olvido; sobretodo confiaba.  Y se entretenía sentado en el fresco de la tarde, descalzo, escuchando a las chicharras zumbar. La vida para él era algo caliente e inexplicable: el aliento manso de sus hijos mientras soñaban, la voz de su mujer.

Tenía amistades virtuosas porque sabía acercarse al alma del hombre solo. Se mantenía próximo a aquel que cómo él oía cómo lentamente los leños caían sobre el empedrado y anunciaban el invierno, y todo lo escuchaba como un centinela, sin sentir la necesidad de hacer nada, salvo oír ese sonido, sordo y repetido, el sonido de la vida común.

Los sobres clasificados por peso y destino, el sello seco de tinta roja, la decisión mayor de que alguien movía los hilos de la secreta trama. Murió al atardecer, entre zumbidos de chicharras, sin que nada altere su curso. Y despertó sorprendido al encontrarse allá. Riega milagros pequeños que a nadie den nada de qué hablar.

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