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Página principal > Columnistas > Texto > Alejandro García > Pero que suene duro
25 agosto, 2017  |  Por: Alejandro García En: Alejandro García, Columnistas, Texto

Pero que suene duro

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Por Alejandro García

“Pero que suene duro,” me dijo mi abuelo, el 16 de agosto del 2015, un día antes de que yo saliera de Guatemala, cinco días antes de que llegara a Nueva York y a menos de un mes de que él muriera.

Él quería que le comprara un despertador, no, un radio-reloj, pues el de él, uno verde, de esos que tienen un pequeño martillo en medio de las dos campanas, ya no servía. “Pero que suene duro,” repitió y me entregó un billete de 100 quetzales. “Si le hace falta yo se lo repongo cuando venga,” dijo. Nos abrazamos, nos despedimos, como siempre, cerca de media noche, pero no fue como siempre. Parte de mi temía que esa iba a ser la última vez que lo vería.

Efectivamente no nos volvimos a ver.

Mi abuelo murió un 12 de septiembre. Falleció. Un paro respiratorio. Y yo— ¿y yo? En pleno Manhattan. Eloy, Don Elo, mi abuelo tenía 97 años, a cinco meses de cumplir los 98. “A ver si llego a los 100,” decía seguido.

–

Mi abuelo nació en febrero del 1918 en San Juan Ostuncalco, Quetzaltenango. Pasó sus últimos días en la casa, en su casa, en Gerona, su barrio, mi barrio.

Comía dos tortillas en el almuerzo y dos en la cena, ni más ni menos.

“Olagran chucha,” decía cuando algo le sorprendía. Le gustaban los chiquiadores. Siempre llevaba un pañuelo en el bolsillo derecho para limpiarse el sudor. Siempre usó boina, que yo recuerde. Aún hoy, cuando paso por la sombrerería en Houston Street y miro las boinas pienso en él. Carajo, siempre que vea una boina voy a pensar en él. Podría yo empezar a usar boinas, ¿no?

Cuando yo era pequeño él me iba a traer a la parada del bus, a veces me daba dinero para un Yupi. “No, Tortrix no porque su abuela ya tiene el almuerzo,” me decía.

Su caminar era firme, pero también deslizante. Siempre lo fue.

“Levante los pies, hombre,” le reclamaba mi abuela, y él se burlaba zapateando con fuerza.

Dicen que me parezco a él. Nunca lo vi, hasta que un día me dieron una foto de mi abuelo, fechada 1944, y fue como tener un pequeño espejo sepia en mis manos. Ahí estaba él, con mi rostro, y yo con el suyo. Yo soy mi abuelo.

Mi abuelo fue panadero. Mi abuelo fue mecánico. Mi abuelo fue soldador, por más de treinta años en Tipic S.A., o como él decía La Tipic.

Poco después de su muerte me enteré que él fue parte de los soldadores que forjaron la estructura del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias. Me imagino a mi abuelo, joven y musculoso, platicando con Efraín Recinos.

Mi abuelo trabajó en Escuintla, en Huehuetenango, en Cobán, en Izabal, en Quetzaltenango, en Petén, en México.

“Una vez, nada más,” dijo.

En El Salvador, en Honduras, En Belice.

“¿En Belice?”

“Sí,” frunció el ceño. Gruñó. “Creo yo. Pero antes no se llamaba así, se llamaban las Honduras Británicas, fíjese.”

En Costa Rica, en toda Centro América. Se jactaba de la vez que fue a hacer reparaciones en el Canal de Panamá.

“Eso es sorprendente,” dijo. “Cómo se abren las esclusas y por ahí— esclusas le dicen. Y por ahí pasa el agua, de un lado para el otro. Y yo estuve ahí.” Esa historia siempre fue igual, que Panamá, que un camión para llegar al canal, que el canal enorme “como una culebra de metal que une los océanos,” que las esclusas y que el agua, “iiiihhhh, litros y litros de agua. Si se cae ahí, se ahoga.”

Siempre contó con orgullo sus años como soldador. Contaba de las máscaras y los guantes, de las pistolas para soldar y los lentes. Contaba sobre las vigas delgadas, delgadísimas, sobre las que tenía que caminar, sin arnés. Contaba sobre cómo el metal se derretía como mantequilla.

Contaba de cuando le ofrecieron trabajo en Estados Unidos, en Alabama.

“¿Y por qué no lo agarró?”

“Ah es que no sabía inglés,” dijo. “Y ahora usted se va para allá, olagran chucha.”

“¿Usted nunca fue a Nueva—”

“Mire,” dijo. “Le voy a pedir un favor.”

Y subió a su cuarto a traer el billete de a Q.100.

“Vaya, no se le vaya a olvidar, pues.”

No se me olvidó. Me emocionaba llevárselo. Me emocionaba ir a buscarlo en Midtown, en el Lower East, en Brooklyn, en LaGuardia, en Harlem, en Bronx, comprárselo de, quizás, un vendedor guatemalteco. Me emocionaba la posibilidad de escuchar varios radio-relojes. Radio-relojes que vibraran con ligeros zumbidos futurísticos como de celular, que silbaran como pájaros mañaneros, que gimieran urgentes como alarmas de incendio, que guiñaran agudos como el timbre de la casa, que martillaran con fuerza como el radio-reloj verde que él tuvo y llegó a admirar por su volumen, por su golpeteo recio e infame que podía penetrar la profunda sordera de sus oídos nonagenarios, hasta que  un día se le cayó de las manos.

Me pidió que se lo llevara a un relojero. Pero no. El pequeño aparato color musgo dejó de gritar. Irreparable.

“Pero que suene duro,” aún con el billete en la mano. “No tiene que ser igual, pero que suene duro.”

Asentí.

“Don’t you have something that rings louder?” yo le diría a un malhumorado clerk neoyorquino. “Algo que suene más duro,” a una incrédula vendedora latina.

“Si quiere se lo apunto,” dijo mi abuelo.

Pero no, no se me olvidó. Sólo no pude entregárselo.

–

En los últimos dos años he regresado varias veces a Guatemala, entre semestres. Días antes de mi primer vuelo de vuelta, en diciembre del 2015, tres meses después de que Don Elo muriera, fui, pues, a comprar su radio-reloj.

Fui a buscarlo a algunas tiendas de variedades cerca de mi primer apartamento, por el Upper West. Las primeras dos tenían radios, calculadoras, televisores, tostadores, una hasta tenía un PlayStation 2 nuevo, sellado, pero ninguna tenía radio-relojes que sonaran duro.

“People now use phone,” me contestó un tipejo desabrido.

Un día, después de una lectura en mi universidad, fui a buscarlo en las cercanías, en el Greenwich Village. ¿Qué mejor que comprar el radio-reloj que suena duro que en el Village? pensé. Tal vez Dylan compró uno por acá en los sesentas, para llegar a tiempo a los toques en el Wha? o en el Gaslight. Tal vez un radio-reloj que sonaba duro despertó temprano a Dylan para escribir Don’t Think Twice, It’s All Right. Tal vez.

Entré a una tienda en la 16 y 5ª, el aire era denso y húmero. Un tal Baryshev me atendió apurado, o molesto, o ambas. Me pidió que lo acompañara.

Adentro habían repisas de vidrio. Habían audífonos SONY, audífonos Panasonic, audífonos Skullcandy. Nintendos, iPhones, iPods, teclados, audífonos con micrófonos incorporados, estuches de teléfono, lámparas de lava, lámparas con luces ámbar, lámparas con luces neón, lámparas con bombillas ecológicas, cajas de bombillas ecológicas, televisores, tostadores— y por ahí, entre el museo tecnológico del negocio de Baryshev, creo que hasta vi un Virtual Boy.

“Yes, yes,” masculló mientras le explicaba que quería un radio-reloj que should ring loud, as loud as possible.

Regresó con una pequeña caja blanca. La abrió.

Adentro estaba un aparato negro, largo como un teléfono y ancho como libro de 300 páginas. Me lo entregó.

“¿Tiene alarma?”

“Yes, yes,” dijo, tomándolo de regreso. “Clock radio, you see?”

Baryshev conectó el clock radio a la pared. Números rojos aparecieron la pantalla, 12:00. Lo programó, esperamos unos segundos. Baryshev inquieto tomó su teléfono y empezó a toquetear la pantalla. Al rato el clock radio sonó, sonó duro, keeeeek, keeeek, con bramidos extensos y eléctricos, keeeeek, keeeek parecía adolorido, keeeeek, keeeek, y Baryshev lo apagó presionando un gran botón rojo. Sonó duro.

¿Lo oyó? Ese está bueno, ¿le gusta? Sino hay otra tienda acá en—

“You see, loud,” dijo Baryshev.

“How much?”

“Cheap for its worth.” Baryshev lo volvió a empacar.

Pagué por el clock radio. Le dije al cajero que no me diera bolsa, pero Baryshev, como ensimismado en la transacción, metió la pequeña caja blanca en una bolsa amarilla que tenía el nombre de la tienda, Manhatan (con una T) Electronics.

Me llevé el paquete de regreso a casa.

A mi abuelo lo conocí ya jubilado. Jubilado pero nunca inactivo. A veces, sí, ocioso, pero por muchos años se ocupó en mantener la casa—y sus habitantes.

Mis abuelos compraron la casa de Gerona en el 49. La casa Escobar-Horney está a dos calles del mercado de Gerona, lo que significa también qué está a dos calles de la garganta de La Limonada. Desde la casa Escobar-Horney se puede escuchar el zumbido ligero de la tabacalera. Desde la casa Escobar-Horney se puede escuchar de madrugada los tiroteos aledaños.

De pequeño acompañaba a mi abuela al mercado. Me compraba higos en dulce, rodajas de piña en bolsa, atoles, canillitas de leche. Me dejaba ver al Tono cortar trozos de carne, de pollo, huesos. Yo soñaba con usas esas cuchillas metálicas que dividían effortlessly las carnes rojas.

La casa Escobar-Horney está, además, a tres calles de la línea del tren. De pequeño, mi abuelo, después de recogerme en la parada de la 12 avenida, me dejaba caminar sobre las vías abandonadas de FEGUA. A veces llegábamos hasta el tanque de agua entre la 14 y 15 Calle A. Una vez entramos a las bodegas que parecían casas de pueblos fantasma. A veces me dejaba cargar el bulto de tortillas de regreso a la casa.

“Pero no lo vaya a botar,” decía y yo hundía la nariz en la servilleta. Siempre me gustó el olor de las tortillas a través de ese trapo delgado.

Llegaba yo, pues, a la casa, a eso de la 1 de la tarde. Llegaba y al apenas entrar podía escuchar el siseo de las ollas y sartenes de mi abuela. Un pie dentro y ya sentía el aroma dulzón de las tortitas de papa o podía escuchar el burbujeo del caldo de res. Mientras mi abuela terminaba el almuerzo mi abuelo subía a reparar el techo de la casa, a apretar las tuberías, a lijar algún trozo de madera, a hacer algo.

La casa Escobar-Horney, una de las primeras casas de cemento en Gerona, es algo así como un viejo barco de vapor. Con adiciones, substracciones, perforaciones, deformaciones. La casa Escobar-Horney es industrial, metálica, escultural, frankensteinesca, steampunkesca.

El tiempo que viví ahí, la casa Escobar-Horney perdió su sala, recibió un nuevo baño, cambió de techo con la frecuencia con la que una serpiente muda su piel, ensanchó su terraza, obtuvo alambre de púas, ahuyentó mormones y vendedores de Herbal Life, perdió una bodega, despidió a mi abuela, recibió a un pastor alemán, dos conejos, dos loros, decenas de periquitas australianas, decenas más de canarios, un par de gallinas, un gallo y, recientemente, un bulldog francés. La casa Escobar-Horney sobrevivió intacta y apenas despeinada el huracán Mitch, Stan y Agatha, además de dos erupciones volcánicas. Decía, además, mi abuelo, que la casa apenas recibió una grieta durante el terremoto del 76. “Una nada más,” sonreía.

La casa Escobar-Horney, en septiembre del 2015 se despidió de su dueño, de su comprador, de su constructor, de su guardián, de mi abuelo.

–

Bajé a la estación de la 14, con la bolsa en la mano. The number three train is two minutes away. Me senté y me sequé el sudor con un pañuelo que recién había comprado. Aún olía a nuevo.

Me recordé cuando mi abuelo iba por mí a la parada y me llevaba regreso también de la mano.

“Imagínese, pasa un carro y me lo avientan,” decía.

Y así nos fuimos, meneándonos con suavidad de camino al Upper West.

Antes de llegar a casa pasamos al Riverside Park, a escuchar el leve cacheteo del Hudson. Algunos corredores nocturnos pasaban cerca. El diciembre neoyorquino la mayoría de veces es agudo, audaz, tremendo. Pero el del 2015 fue más bien gentil. Estuve ahí, viendo el lento merodeo de las olas, por una media hora.

Días después volé de regreso a Guatemala y por primera vez no vi a mi abuelo. No estaba en su sillón favorito, ni en la terraza. Descansaba al lado de mi abuela y mi tío Canche. Durante las fiestas de fin de año se sirvió un tamal menos. Hoy, don Eloy Escobar es otra de esas estelas luminosas que brillan cerca. Hoy es otra de esas voces que me acompañan, que todavía hacen eco. Platicamos seguido.

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Escrito por Alejandro García

Zurdo. Soy fiel creyente en la comunidad y colaboración. Inquieto noctámbulo. A veces leo, a veces viajo, a veces tomo fotos, a veces hago música, muchas (muchas) veces escribo, a veces no. Orgulloso piloto de un Subaru intergaláctico.
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