Downtown Train #33
Por Alejandro García
Empecé a trabajar para PEN America a mediados de marzo, como parte del equipo de organización del World Voices Festival. Desde la primera entrevista they wormtongued me con que iba a trabajar con y para gente como Aleksandar Hemon, Viet Than Nguyen, la traductora de Borges, Ani DiFranco, y así. Y pues, así fue.
Después de meses de organización, la primera semana de mayo estábamos listos—not really—para recibir a más de doscientos escritores y ejecutar más de cincuenta actividades en cinco días. Una tarea sobrehumana o inhumana—quizás un poco de las dos.
Lunes 1 de mayo. Noche inaugural. Cooper Union. La gente rodeaba el edificio como apurados a cobrar una herencia.
Luego, a eso de las 6 llegaron, juntos, en grupo, Suphala, Colum McCann, Marlon James liderados por un siempre elegante e imponente Salman Rushdie. Era como ver un grupo de superhéroes. Los Cuatro Fantásticos— No. Los Sinister Six— No porque eran cuatro, aunque sí parecían sinister. Los X-Men cabeceados por Cíclope— No. A lo mejor como los reyes que forjaron el Anillo Único, si Tolkien hubiese sido un poco más diverso y no hubiese utiliziado sólo canchitos. Pero no. Eran más bien algo así como un culto místico de tierras lejanas, un grupo de escritores fantásticos y sobrenaturales.
Pensé en qué decirles. Colum, me encantó Zoli, pero no he leído Let the Great World Spin, lo compré pero no lo he leído. No. Colum, apliqué a Hunter pero no me aceptaron. No. Marlon, acabo de comprar A Brief History of Seven Killings, casi no leo libros de 700 páginas pero— No. Salman, no. Mister Rushdie, la primera vez que leí The Satanic Verses yo—
“Staff?” dijo Mister Rushdie, señalando al gafete que me colgaba del pecho. Asentí y le di la mano. “Where to now?” dijo. “¿Hacia dónde?”
Les dije que me siguieran, que yo los iba a llevar hasta el backstage. Primero saludé al resto, a una pequeña y bellísima Suphala, a un serio y solemne Colum, a un enorme, silencioso y sonriente Marlon. Cuatro valiosos apretones de mano. ¿Se acuerdan de aquel episodio de los Simpsons cuando Kodos y Kang se hacen pasar por Clinton y Dole, y que caminan de la mano, y que la seguridad de Clinton les pregunta que por qué van de la mano, y Clinton/Kodos les responde que se están compartiendo cadenas proteínicas? Pues a lo mejor es cierto.
Tras bambalinas los cuatro se relajaron, saludaron a algunos amigos y yo seguí con la entrega de programas.
El teatro del Cooper Union es un salón bellísimo de finales de los 1800’s. Columnas blancas, gruesas como patas de elefantes, sostienen el techo cóncavo. Los camarógrafos se situaban en esquinas estratégicas. El eco rebotaba libre, alrededor de las butacas acolchadas y aún sin gente. Sobre el escenario había un piano de cola, para Jessie y Patti Smith que iban a abrir la noche. No soy fan de Patti, o más bien, no la he escuchado pero puta, iba a ver a Patti Smith en vivo, a pocos meses de que cantara A Hard Rain’s A-Gonna Fall en nombre de Dylan durante la entrega del Premio Nobel de Literatura.
“¿Por qué A Hard Rain’s?” le preguntaría a Patti. “¿Por qué no Mr. Tambourine Man, o Tangled up in Blue, o Lay Lady Lay, o algo más nuevo? Moonlight, quizás.
Patti gruñiría.
“¿O la pidió Bob—“
“¿José?” Tina, una compañera de PEN me despertó de mi letargo. Asentí.
“¿TepuedodejarconAdonissutraductoracabadellegarylatengoquerecibir?” dijo, como si toda la pregunta fuese una sola palabra, como saltándose las pausas y las comas. Asentí, notando la urgencia en sus ojos y Tina se fue corriendo.
A mi lado estaba Ali Ahmad Said Esber, mejor conocido como Adonis, el poeta sirio vivo más celebre, llamado también el TS Eliot de las letras árabes, nominado perenne del Premio Nobel de Literatura. Carajo. Sonreí. Asentí como para saludarlo. Adonis sonrió también y me extendió la mano.
“Your name?” dijo. “¿Jorge? ¿Escuché bien?”
Le di la mano. “José.” Sonrió.
La mirada de Adonis era suave y gentil, simpática, genuina, humilde, pero también autoritaria. Adonis estaba de saco y pantalón negro, camisa blanca; una delgada y ligera bufanda rodeaba su cuello.
“And what do you do here?” dijo. El inglés de Adonis era marcado, rítmico; sus consonantes martillaban con fuerza, acentuadas. Su what fue un whaT que cayó pesado dentro de mis tímpanos, su do fue casi Tu, y su here, empezó arrastrándose como una extensa jota, jere, o más bien, jjjea. WhaT To you To jjjea?
“A estas alturas, a bit of everything,” dije. “Imprimir formularios, tomar fotos, hacer llamadas, recibir a los invitados,” sonreí.
Asintió; su cabello plateado se movió con suavidad.
Nos envolvió un silencio espeso.
“Y,” se aclaró la garganta. “Qué te gusta leer?”
“Em, Bolaño,” dije, por decir algo, o tal vez le pregunté.
“Ah,” suspiró, vio hacia arriba y me tomó del brazo; empezamos a caminar.
“Juan Gabriel Vásquez,” añadí; Adonis frunció el ceño. “Marlon,” y señalé a la habitación que servía como backstage.
“Claro. ¿Quién más?”
“Junot Díaz, Christina García, Alejandro Zambra,” dije rápidamente, como si esa combinación de nombres fuese más bien uno solo, con las palabras unas encima de otras.
“Todos latinoamericanos,” dijo Adonis. Asentí. “¿García Márquez?”
Ladeé la cabeza. “More or less.”
“¿Borges?” Los lentes empezaban a resbalarse por su amplia nariz.
Asentí.
“¿Poniatowska?”
“No la he leído,” dije. “What do you recommend of her?”
Y así nos la pasamos unos minutos, Adonis y yo, conociéndonos a través de los libros, Vargas Llosa, Cortázar, Borges, mucho Borges; Levrero, Carlos Fuentes, Lispector, un desliz con Flannery O’Connor y TS Eliot, luego de vuelta a Carpentier y Arenas. Y luego Ovidio, Derek Walcott, Wole Soyinka. Adonis, una lección de astucia y humildad. Adonis y yo, un veterano y un niño, un explorador y un curioso, un versado Charles Xavier y inexperto y chambón Gambito que todavía no sabe tirar sus cartas, un Gandalf y un Pippin. Su presencia era serena pero sobrenatural, ficticia. Hablaba con cadencia, con humor y soltura. Su voz era suave pero firme. Adonis parecía mitológico, como una leyenda, una aparición—un santo, pero cálido y accesible. Adonis, holy, otherwordly, yo, un pinche mortal.
Al rato regresó Tina junto a la traductora de Adonis, las vimos bajar las gradas una al lado de otra cuando la gente empezaba a llenar el salón. Adonis se despidió de mi y me agradeció la charla, “read Walcott,” dijo y sonrió.
“Excuse me,” escuché alguien detrás de mi. Me hice un lado. Frente a mi pasó una mujer vestida de negro, botas negras, pantalón negro, saco negro y blusa negra; un delgado chal azul colgaba de su cuello, llevaba, además, una pequeña guitarra acústica. Me sonrió en agradecimiento. Era Ani DiFranco.
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