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Página principal > Columnistas > Texto > Sebastián Salvador > Máquinas solteras
20 julio, 2017  |  Por: esQuisses En: Columnistas, Sebastián Salvador, Texto

Máquinas solteras

final sebastian

 

 

 

Por: Sebastián

La frase dice así: “En un cierto momento comprendí que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con aquello a lo que se llama una mujer, niños, una casa en el campo, un coche, etc. Y lo comprendí, felizmente, muy pronto. Eso me ha permitido vivir mucho tiempo como soltero mucho más fácilmente que si hubiera tenido que enfrentarme con todas las dificultades normales de la vida. En el fondo es lo principal.”

El que habla es Marcel Duchamp (1887-1968), sentado en el salón de su casa parisina, de piernas cruzadas y con el humo del habano suspendido por encima y por delante de su rostro. Es 1966, está a meses de cumplir 80 años, y con esa frase -que tan bien encarnó- se da el puntapié inicial a la inquietante entrevista de Pierre Cabanne, inmortalizada en Conversaciones con Marcel Duchamp, una especie de biblia a la que debe acudir todo aquel que esté a punto de perder la fe en esto de vivir despreocupada y  atrevidamente al margen de toda masa.

Creo que todo empezó -me refiero a mi interés por las máquinas solteras en la literatura y en el arte en general- cuando leí “Historia abreviada de la literatura portátil”, del catalán Enrique Vila-Matas. Recuerdo que ya el título me intrigaba mucho; sospechaba que en ese juego de palabras había un mensaje codificado exclusivamente para mí, alguien enredado desde siempre en misiones vinculadas con lo portátil, lo ligero, lo literario, y lo suelto o soltero. No me equivocaba. Su historia de la conspiración Shandy o sociedad secreta de los portátiles (una especie de cofradía de máquinas solteras cuyos rasgos distintivos incluyen espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por lo absurdo, y cultivar el arte de la insolencia), acabó por secuestrarme y arrastrarme a un mundo en el que los bordes entre literatura y realidad fácilmente pueden difuminarse. Ya era yo un admirador de Vila-Matas y sus engranajes, pero leer sobre las máquinas de Duchamp, sin dudas me dejó huella.

Comenzó a interesarme por aquel entonces el concepto duchampiano de máquina soltera (machine célibataire) con el que de algún modo me identificaba. Y, aunque no entendía del todo qué era exactamente, me gustaba también el concepto de femme fatale, ya que algo intuían mis entrañas: esas dos palabras seguidas, esas mujeres fatales, complementaban el movimiento circular de toda máquina soltera. Son, después de todo, el único elemento orgánico capaz de mover los engranajes de una vocación solitaria e insolente. «Uno puede tener las mujeres que quiera; no está obligado a desposarlas», dice Duchamp.

El concepto de máquina soltera surge de la expresión concebida por su obra La Mariée mise á nu par ses célibataires, méme (La novia desnudada por sus solteros, incluso) de 1907. La obra -como se puede ver en la foto- es un vidrio doble, pintado al óleo y dividido horizontalmente en dos partes idénticas. La superior representa el reino de la Mariée (la Novia), y en el cual flota una nube grisácea. En el hemisferio de la Novia puede verse un emisor y receptores de frecuencias dirigidas hacia el grupo de solteros que se encuentran en la parte inferior del vidrio. En la parte superior hay también una zona de puntos: los disparos de los solteros. La obra de Duchamp funciona como una máquina: la Novia envía a sus solteros una señal magnética, éstos reciben la descarga y disparan. En ese instante la Novia deja caer (imaginariamente) su vestido. Fin del trance, y vuelta a empezar. Es, en definitiva, una operación circular que comienza en el motor-deseo de la Novia y termina en ella. Un mundo autosuficiente.

Se deduce por lo tanto que no hay realmente un vínculo entre la Novia y las máquinas solteras: la energía permanece cerrada dentro de una circularidad autosuficiente. Únicamente se producen vínculos eléctricos, espasmos, que logran desnudar a la Novia y llevarla a un éxtasis, a un auge de placer. Pero en definitiva nada se consuma ya que no hay entrega y unión con los solteros. Los personajes están, por vocación, atrapados cada uno en su propio goce, unidos a la vez por una radical soledad.

Esta obra encarna el espíritu de los comienzos del siglo pasado, cuando el desarrollo de la ciencia y la industria estaban en ebullición. (Ya Henry Miller, en su novela Sexus, se maravilla cuando descubre las máquinas solteras caminando por las calles de París a principios del siglo pasado: «De lo poco que vi saqué a conclusión de que los hombres que más se empapaban en la vida, que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían poco, poseían pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones en cuestiones de deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar la familia o defender al Estado».) Con La Novia desnuda por sus solteros, deduzco que Duchamp capta la época y entrevé el triunfo de la máquina sobre los movimientos de nuestros cuerpos y sus flujos; lo automático y programado codificando nuestras acciones y nuestras relaciones.

Hace unos días, por motivos ya expuestos, me puse a leer Conversaciones con Marcel Duchamp. Sentado en el sofá de mi casa me preguntaba cuánto de las visiones de Duchamp no habían sido una anticipación de lo que llegaría en nuestra contemporaneidad; cuánto de su genialidad se vería hoy en el funcionamiento de Apps como Tinder, diseñadas para adaptaciones modernas de aquellas maquinas solteras que veía Henry Miller por la calle.

Ya con el libro cerrado y a un costado, no pude evitar imaginarme a un Duchamp versión 2017. Definitivamente sería alguien interesado por las nuevas tecnologías y el desconcierto de los tiempos que  corren, pensé. Lo vi en San Francisco, lejos de Paris o Nueva York, trabajando en un amplio taller del Silicon Valley, donde entre partida y partida de ajedrez iba absorbiendo el espíritu de una época: la nuestra, y de la cual, obviamente, no era parte más que para observarla desde su encierro y plasmarla en máquinas que captaban el movimiento actual: un movimiento de goce individual, condenado a una auto-contemplación que se consume a sí misma, que se satisface en las zonas erógenas de nuestro cuerpo y que no establece relación alguna con el otro, por lo que no sirve para otra cosa que para la pulsión de muerte.

 

 

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Escrito por esQuisses

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