Downtown Train #34
Por Alejandro García
Al fin me dijeron que me regresara a mi país, o más bien, que me fuera de su país. Pero es que fue tan pinche cliché que hasta me da vergüenza escribir al respecto. Creo que solo sería más trillado si el tipo en verdad me hubiese disparado.
Iba en la 96 y Broadway, de camino a Riverside Park—el nuevo disco de Jay-Z en mis audífonos—cuando en frente de mí apareció un hombre mayor, digamos, de unos 45 años. Era blanco, más o menos de mi altura. Escasos brotes de cabello blanco poblaban su coronilla rosada. Tenía el rostro cubierto de pequeños tatuajes: cruces en la frente, relámpagos en las mejillas, números en la barbilla; el típico skinhead. Creo que hasta tenía una suástica en el cuello. El aire era tibio y húmedo.
El tipo se tambaleaba como falto de centro de gravedad o lleno de alcohol. Me veía con atención. Mientras yo atravesaba West End el tipo extendió extendió su puño izquierdo—también cubierto de tatuajes—como pidiendo un fistpump. Más allá de su mano temblorosa, en su pecho, tenía la cara de Donald Trump. Sometimes you need your ego— callé a Jay Z.
I frowned. El sonrió. Pero era una sonrisa sarcástica, venenosa. Sus labios delgados se extendían con la fluidez hasta formar una mueca demoniaca à la Hannibal Lecter.
Levanté la mano como para decir no gracias y seguí mi camino. Pasé al lado del skinhead y escuché el masculleo de su voz. “Motherfucker,” dijo. “Who do you think you are?” y un gruñido.
Avancé escuchando sus dumbass, asshole, where are you from? y así.
Pensé que el tipo era más bien una aparición. El Upper West Side es un barrio clasemediero. Estábamos a pocos metros de una escuela pública y del Symphony Space. El skin rompía con el trajín diario de madres con carruajes, estudiantes universitarios, niñas scout y ancianos con tenis nuevos. Imaginaba que los Trumpistas estaban en el Upper East, tal vez, o en el Financial District, por Wallstreet. Parte de mí también imaginaba que semejantes personajes simplemente no existían en Nueva York—después de todo ya había sobrevivido seis meses en el Estados Unidos de Trump sin ningún altercado. Pero ahí estaba yo, un primero de julio, enfrentándome a uno de esos pendejos racistas que parecen reproducirse como gremlins.
“Hey, faggot.” Volví la mirada.
Aun no sé por qué pero volteé a verlo. Tal vez por curiosidad o por paranoia. O para verle el rostro colorado, compungido y lleno de ira, o para asegurarme que no me estaba siguiendo. Quizás incluso para ver que no lo atropellara algún carro—después de todo el tipo estaba borrachísimo y caminando de espaldas sobre una avenida concurrida. Tal vez fue puro instinto.
“Get the fuck outta my country, you Mexican faggott,” dijo y levantó la barbilla, como retándome. “Leave,” dijo y dio un paso hacia delante.
“Or what?” contesté “¿O qué?”
El skinhead levantó ambas manos, puso una frente a la otra, como empuñando un rifle. Cerró el ojo derecho. Cargó el arma. “Bam,” dijo e hizo el torso hacia atrás, como afectado por la descarga. Volvió a cargar y soltó una carcajada descontrolada; látigos de saliva blanca colgaban de su boca.
—gotta remind these fools who they effin’ with
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