Downtown Train #31
Por Alejandro García
Mi hermana, mi mamá, tía Bertha, Claudia y yo fuimos a The View.
“Hay que celebrar,” dijo Tía Bertha.
Mi hermana guglió el restaurante. Caquero. Dijimos que no era necesario, “un cafecito es suficiente”, pero tía Bertha habló serena e imbatible. “No,” dijo, tremenda, tremenda como mi abuela era, o quizás, como todas las madres quetzaltecas son. “No,” dijo. “Vamos a ir,” sentenció.
The View Restaurant & Lounge, ubicado en la 45 entre 7ª y 8ª avenida, es, efectivamente un restaurante con vista a Manhattan. Y no vista a [parte de] Manhattan como la del Empire or Top of de Rock. The View, ubicado en último piso del Marriott Marquis, gira sobre sí mismo para que sus comensales puedan ver, a través de sus enormes ventanas, el horizonte metálico de Nueva York. Al norte está Carnegie Tower, al este el Chrysler, al sur el edificio del New York Times y al oeste el Hudson y la barriga extensa de New Jersey. En una hora The View completa el trayecto.
“The first time I came here I got so dizzy,” dijo Claudia, sonriendo. Mientras, mi hermana y yo veíamos alrededor, a la gente, al piso deslizándose, a la cresta de los edificios de Midtown, al horizonte led de Times Square que hervía eléctrico—the wind rises electric.
Mi mamá desenfundó su teléfono y apuntó con urgencia a las ventanas, al piso de madera, a los claveles sobre las meses, a las lámparas ámbar, a la cascada de chocolate derretido que pasaba a un lado nuestro.
“¿Verdad que es una belleza?” dijo tía Bertha.
“Ay, Bertita, no debieron—“
“¿Cómo no? ¿Cuándo vamos a estar tantos Escobares juntos en Nueva York?”
Sonreí nostálgico.
“Wine? Red wine? White?” Un mesero se acercó, volteó la velita blanca que estaba sobre la mesa y la encendió. “¿Vino para ustedes? ¿Blanco? ¿Tinto?”
“Sí, blanco, white,” dijo tía Bertha. “Hay que celebrar,” recalcó.
Cinco copas de cristal, Prosecco y un toast después, los cinco nos levantamos, a alcanzar las bandejas de comida que ya estaban al otro lado del restaurante—o quizás nosotros estábamos a media vuelta de las bandejas. Había espagueti, fusilli, rotini, coditos (no sé el nombre científico de los coditos, ¿codinnis?), cuatro tipos de ensalada, pollo asado, carne, camarones— ¿Camarones? ¡Carajo!
“Oh now you’re eating shrimp?” Claudia me codeó, burlona.
“I might as well,” sonreí.
Regresamos a la mesa y antes de poder apuñalar a la comida mi mamá nos detuvo. Pensé que iba a pedir que rezáramos. Más bien le tomó foto a nuestros platos. La imaginé pensando en las recetas, en la combinación de salsas y vinagres y aderezos y condimentos que usaría para replicar mis codinnis en salsa pesto.
“So, José,” dijo Claudia. “¿Ya terminó?”
Le dije que sí, “bueno, casi. Solo imprimo la tesis y ya.”
“¿Y se regresa?”
“No creo que usted se quiera regresar,” dijo tía Bertha.
Mi mamá respondió con un ceño fruncido y los labios apretados.
“Me regreso,” respondí. “But, not right away,” le dije a Claudia, compartiendo la sonora complicidad que nos regalaba el inglés y que me permite separarme de mi mamá a veces—como la vez que me dijo que pidiera los ingredientes de una tartaleta de queso. “She says she enjoyed her dinner,” le dije al mesero.
“Tell her she’s welcome here any time,” respondió el mesero.
“¿Qué te dijo?”
“Que no se puede, que es receta familiar.”
A las siete y media el sol apenas empezaba a sumergirse detrás de New Jersey; el Hudson se mecía ligero, brillante y colorado.
“Aunque yo sé que él está mejor acá,” dijo mi mamá, enrollando un generoso colocho de espagueti. “Hay mejores trabajos, ganaría mejor, es más seguro—”
“Well, I’m not entirely sure about that.” Claudia soltó una sonora pero breve carcajada.
Mi mamá continuó con que Guatemala es muy peligroso, que los ladrones, que los tiroteos, que “hace un mes mataron a alguien frente de la casa, Bertita,” que ya no se puede vivir en Gerona, que el tráfico, los políticos, “el payaso del Jimmy Morales,” los militares, que ya no alcanza para nada, que el dinero se va como agua, los malos salarios, el tráfico. Luego, como invocando todos los recuerdos que mi mamá había guardado los últimos tres días, continuó alagando a Manhattan. Que Manhattan es muy bonito—
“Ah es una belleza, Mati,” respondió Bertha. “Mati, va. Dorita.”
Tía Bertha siempre ha tenido ese problema, de llamar a mi mamá Mati, por Matilde, mi abuela. Tía Bertha fue muy cercana de mis abuelos. Cada navidad tía Bertha enviaba dos tarjetas navideñas, una para Don Eloy y una para Doña Mati. Cuando Bertha llegaba a visitar, ella y mi abuela platicaban por horas de Nueva York, de Quetzaltenango. Y luego, como si el nombre de mi abuela quedase dentro de la curvatura bucal de mi tía, mi mamá era también Mati. Cuando recién llegué a NY en el 2015, mi tía me preguntó por Doña Mati.
“¿Doña Mati?”
“Ay, perdón. Dorita, su mamá. ¿Cómo está su mamá?”
—que moverse es tan fácil, que el transporte público sirve muy bien, aunque es algo caro, pero que acá pagan mejor, que hay muchos parques y museos y teatros y librerías—
“Y hard-ass winters,” dijo Claudia, viendo a su plato de fusili y puré de papas.
—y sectores muy bonitos, música en la calle, Macy’s, hay diners, tienen ciclovías—
“Yo que vos me quedaba,” me dijo mi hermana, cerca del oído.
“Do you miss him?” Claudia le dijo a mi hermana al vernos cerca.
“Not really,” dijo mi hermana, seria.
“No rili,” dije. Me hermana me dio un ligero empujón.
La primera vez que llegué a los Estados Unidos, con mi mamá, hermana y abuelos, en el 2000, mi hermana fungió como nuestra embajadora cultural. Mi hermana, que tenía quince años, hablaba por nosotros, nos traducía. Su inglés me parecía perfecto. Sin embargo por falta de práctica, diecisiete años después su fluidez había dado lugar a un espeso acento latino, caricaturesco, sofiavergaresco. Quizás siempre lo fue.
Claudia nos contó cómo fue separarse de su hermano, Sergio. Cuatro años mayor que Claudia, Sergio se enlistó en el ejército a finales de los ochenta. Después de dos meses de entrenamiento en Virginia, Sergio recibió su primera deployment letter, destino Bangladesh. “Y lloré,” río Claudia. “Pensé que lo iban a matar. Pero iba solo para un, ¿cómo se dice? Reconnaissance. Pero le hicimos despedida y todo. I even cooked.” Como miembro activo del US Army, Sergio viajó además a India, a Kosovo, Corea, Nicaragua y Túnez.
“¿Combatió?”
“Me preocupa que está muy flaco,” escuché a mi mamá decirle a tía Bertha.
“No. Thank God. Mi abuela se hubiera muerto del susto.”
De Sergio recuerdo poco, y lo poco que recuerdo es precisamente por su abuela, doña Elvia, hermana de mi abuelo. Cuando Doña Elvia cumplió 100 años, en el 2005, tía Bertha organizó una gran fiesta en Guatemala con toda la familia, con todos los Escobares, los Rabanales y Lepes. Fue entonces cuando conocí a Sergio. Briefly. Casi solo nos saludamos, una vez en la fiesta y luego en la casa, cuando Doña Elvia fue a visitar a mi abuelo. Recuerdo de Sergio su presencia teatral, su voz enorme, su barba de candado perfectamente dibujada sobre su rostro rosado, bronceado, para nada moreno como la de los Escobares, sino, más bien gringo.
“Do you miss him?” pregunté. El edificio del Penn Plaza apareció a la derecha, largo, alto, como un majestuoso módem de metal y cristal.
“Not really.” Claudia y mi hermana compartieron una armónica carcajada. “Cambió mucho,” dijo. “You know, él votó por Trump.”
I frowned. Volteé a ver a tía Bertha, como indignado.
“Pero si es hijo de una migrante,” dije, “que vino acá indocumentada.”
“That’s exactly my point,” sonrió Claudia. “Con eso del army se volvió muy serio, muy conservativo. Un día se enojó porque no contesté el teléfono y lo llamé atrás y eso no se puede cuando están de reconocimiento porque es—um, peligroso.”
Conservativo, dije, en voz baja. Conservativo, conservative, llamar atrás, call back. Siempre me gustó el Spanglish de Claudia, un Spanglish que es más bien ingleñol. Es un inglés teñido por erres hispanas, por la sonoridad guatemalteca, quetzalteca. Los días que viví con ellas reconocí en su vocabulario frases que escuchaba solo en San Juan, de los Escobares, de mi abuelo. Frases como qué de al tiro, salir avante, flato—
“Pero acá también todo es muy caro,” escuché a mi mamá decir.
“Sí,” respondió Bertha. “Pero con un buen trabajo—
—eso es una novedad, ése si que de una vez. Pensé entonces que Claudia, nacida en Manhattan, criada en Hell’s Kitchen, recibió el español como una especie de legado, como un regalo musical lleno de caprichos, peculiaridades, quirks y estacatos y contradicciones. Mi español era y es intuitivo y, de alguna forma, atado a la necedad matemática del idioma. El español de Claudia es más bien libre; propio y materno sí, pero decorado con la cercanía del inglés. No es un Spanglish de esos de Oh my God y so annoying, o de los inoportunos I love yous o whatevers o anyways. No, puta no. Su Spanglish es voluble. Es un español que no trata al español con fórmulas, sino con sonidos y música.
“¿Trató de que ustedes votaran por Trump?” dije.
“¿Sabe qué tengo miedo, Bertita?” la voz de mi mamá era apenas un suspiro sobre el tintineo de las copas.
“Oh my God, yes,” Claudia rolled her eyes. “Fue muy insistivo— um, me insistió mucho. Me preguntaba que por qué iba a votar por Hillary, well, first Bernie but, you know. Y le dije que si realmente necesitaba que yo le explicara que ya era una causa perdida.”
Traté de ajustar una oreja a cada conversación.
“Que este patojo se quede acá trabajando de mojado.”
Escuché la leve y pícara risa de mi hermana, ligeramente sofocada. Vi la cima del Empire State Building asomarse a mi derecha.
Pescueceé hacia donde estaba sentada mi mamá. Me molestó el comentario. Me cree así de inmaduro, pensé, o descuidado, o impulsivo, ¿tonto? Unos días antes mi mamá me preguntó cuándo vencía mi visa, luego me hizo una serie de preguntas sobre mi estatus migratorio y la legalidad de mi estadía. Me pidió mi pasaporte para “ver la foto”. Estaba tentando el terreno.
“¿Mama, en serio crees que—“
“Miren el chocolate,” dijo Claudia, de repente, como invocada por todos y cada uno de nuestros ancestros que querían evitar una tensa discusión en plena cena familiar.
“¿Ya vio la fresas, Eloy?” Tía Bertha estaba viéndome. “Vaya a agarrar unas y las pone debajo del— Eloy va, José—“
Sonreí nostálgico y bajé la guardia.
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