Downtown Train #26
Por Alejandro García
“Con Miss Bonnamassa,” le dije al casero.
“Your name?”
“José García.”
Mientras buscaba mi nombre en el listado imaginé las dos enes, una eme y las dos eses de Bonnamassa, y cómo me tardaba tanto en escribirlo correctamente en los correos. Marie Bonnamassa. A veces pensé en decirle simplemente Marie, Dear Marie en los correos. Pero como ella insistía en llamarme Mister García, pues Miss Bonnamassa.
“Go ahead,” dijo el casero. “6D,” y señaló el elevador.
Junto a mi entró un tipo malhumorado, de lentes oscuros a pesar del invierno, piel blanca, casi transparente, y chaqueta de cuero. Iba hablando por teléfono y presionó el botón de close the door con urgencia, como desesperado.
“Ya estoy pagando cinco mil de renta,” dijo. “No voy a pagar dos mil por una nueva cocina.”
Carajo, pensé. Nunca voy a poder vivir en Soho. Carajo, pensé, ojalá no rompa nada.
Iba a la casa de Miss Bonnamassa como parte de un encuentro con ex becados en Nueva York. El correo que recibí, con una formalidad casi ritualesca y un tanto absurda, decía que Miss Bonnamassa quería conocer a estudiantes/artistas internacionales. Dear Jose, decía el correo, y que me invitaban a cenar con una coleccionista de arte (Miss Bonnamasa). Y luego, unos días después de aceptar la invitación, Dear José, decía el correo y que iban a llegar una coreógrafa y bailarina de Kabuki —una especie de baile dramático japonés según Wikipedia, y también una scholar de literatura China. Carajo, pensé. ¿Qué habrán puesto de mi?
La casa de Mar— de Miss Bonnamassa quedaba a pocas calles de IFC Center, Downtown, entre Prince y Thompson, en pleno Soho. Era un edificio viejo, de los años cincuenta —según leí la hoja de información en el elevador después que se salió el hombre malhumorado— con amplios y silenciosos pasillos cubiertos de alfombras.
“Bienvenido,” me dijo Miss Bonnamassa, en español, en cuanto abrió la puerta.
Adentro ya estaba la Kabuki y la scholar china.
Miss Bonnamassa estaba vestida casual. Tenía una blusa blanca de botones, y un pantalón de lino. Me la había imaginado elegante, casi aristocrática, en túnica y con largos chales cayendo de su cabello cobrizo. Su apartamento, por otro lado, estaba rodeado de…cosas, de muchas cosas. Libros, paperbacks, de pasta dura, libretas, cuadernos, tomos grandes, Lonely Planets, cuadros, vinilos de pared a pared, con libreras improvisadas sobre el marco de la puerta, alrededor del calentador. Cada mueble estaba conquistado por altas torres de libros que parecían balancearse con el suspiro más ligero. Bossa salía de un pequeño tocadiscos que tenía al lado de un melotrón. Pensé en mi abuela, y cómo ella también ocupaba cada rincón de la casa y su propia habitación con muebles de madera, figuritas de cristal, esculturas y curiosidades. Una vez, de niño, encontré un pequeño monocular en un estante. Otra vez encontré una cámara de bolsillo. Y así, una biblia diminuta, un cuchillo sin filo que era más bien un abre cartas, una lupa, un radio Blaupunkt, una brújula, una pipa, pulseras, diademas de metal. A la fecha mi mamá sigue encontrado pequeños tesoros, un viejo billete de 500 pesos, uno aún más viejo de medio centavo guatemalteco y el teléfono de disco que usábamos en la casa antes de que mi papá comprase uno de botones y detector de llamadas. Pensé en los pequeños tesoros que podrían estar en la casa de Miss Bonnamassa.
“Nice to meet you Jose,” dijo.
“Nice to meet you Miss,” y dudé. “Bonna—“
“Call me Marie,” y regresó a la cocina.
Carajo.
–
Marie preparó una ensalada y pasta. Mientras cenábamos nos preguntó qué hacíamos, qué estábamos trabajando. Kabuki dijo que estaba preparando una coreografía mezclando danza tradicional japonesa con ritmos contemporáneos también japoneses. Scholar dijo que acababa de iniciar su doctorado y estaba estudiando a Mo Yan. Y yo, yo pues, escribiendo de mi familia, y Marie me arrinconó.
“¿Y por qué?”
Pensé en decirle que porque había escuchado historias demasiado interesantes para no escribirlas, o porque yo consideraba que tenían relevancia histórica, no solo para Guatemala. “Porque quiero saber más de mi familia,” dije finalmente.
“¿A quién lees?” dijo, implacable.
“Ahora, a Juan Gabriel Vásquez, colombiano, Patricio Pron, argentino, ellos también exploran la relación de las generaciones pasadas con la historia del país—“
“No sé quiénes son.”
“¿Alejandro Zambra?” dije. “Chileno, lo han llamado el nuevo Bolaño.”
“Bolaño, now that’s a great writer,” dijo. “Hablé con él dos veces, en persona.”
Marie dijo que en su otra casa, en New Jersey (donde tenía la mayoría de piezas que había coleccionado a lo largo de su vida) tenía una primera edición de Los Detectives Salvajes, autografiada. Dijo que también tenía viejos tomos de García Márquez, Borges, Vargas Llosa, quien también conoció, en Nueva York, unos años antes del Nobel, y que se tomaron una foto. Marie se asomó a un diván, abrió un par de cajones —pensé que fingía buscar, pensé que sabía exactamente dónde estaba lo que estaba buscando.
“I lost that sweater,” dijo, y me entregó un pequeño marco de madera. Una versión más joven y bronceada de Marie posaba con un sonriente y colorado Mario Vargas Llosa.
Marie, de 70 años, dijo que había conocido, tomado y cenado con gente como Paul Auster, Coetzee, Philip Roth y que asistió a un tributo a la periodista Svetlana Alexievich, en Rusia, después del Nobel.
“Creo que la voy a ver en verano,” dijo. Marie era amable, pero despiadada. “¿Qué otro autor me recomiendas?”
“Valeria Luiselli, Junot Diaz—“
“¿Ellos también escriben de su familia?”
“Junot sí, más o menos, él—“
“You know,” dijo y levantó la vista hacia el cielo estrellado de Manhattan. “Siento que ya no hay originalidad en la literatura, todo es recordar, rememorar, ver para atrás. No hay gente creando cosas nuevas. El arte debería ser 100% original.”
“Oh my God,” dijo Kabuki. “I couldn’t agree with you more.”
Carajo, y empecé a incomodarme.
Durante la próxima media hora Marie y Kabuki se la pasaron hablando de teatro, de estar sobre el escenario, de danzas japonesas, o algo así. Marie dijo que conoció a él, y a ella, a otro él, a ellos, y así. Kabuki sonreía impresionada. Luego platicó con la Scholar, le dijo que quería ir a China, que le interesaba el movimiento avant-garde, que había platicado con tal autor, con algún curador, con un tal Xiao Lu.
“I’m sorry,” dijo y volteó a verme. “¿Conoces a Xiao?” le dije que no. Me dijo que debería, que era una artista brutal, tremenda y necesaria, que podría mejorar mi trabajo.
Marie hablaba con soltura, con confianza y esmero, pero también con un poco de arrogancia. Marie hacia preguntas con falsa sinceridad. Sonreía. Sonreía. Sonreía. Me preguntó un par de veces de las exposiciones que había visto en Nueva York.
“Ah sí, esa la vi en Viena,” dijo, o en París, o en Florencia, o “acá en Nueva York, la primera vez que vino, en el 73.”
Después de la cena Marie tomó nuestros platos y los llevó a la cocina. Regresó un par de minutos después con helado de vainilla, algunos platos y unas cucharitas blancas que parecían cristales rotos—les hacía falta la hendidura y curvatura de una cuchara común. Eran casi una obra de arte, las cucharas. Se las dio Xiao, pensé.
Luego, mientras nos servía el helado, empezó a sonar Take Five.
“Brubeck,” le dije.
“Yes,” sonrió. “¿Te gusta el jazz?”
“Mucho.”
“Ven,” dijo y soltó el cucharón. “Vengan todos. You’re going to love this,” dijo viéndome.
Y la seguimos a través de un pasillo también lleno de libros hasta su estudio. Marie presionó un botón y una luz ámbar cubrió la habitación, donde más libros descansaban, algunos abiertos, como esperando a que Marie regresara a trabajar.
“Conocí a la hermana de Sue Mingus, hace unos años,” dijo. “¿Sabes quién es Sue Mingus, no?”
“La esposa de Charles.”
“That’s right. Pues su hermana me dio esto, de Charles,” y destapó un pequeño cofre de cristal. Adentro estaba un saxofón. “Era de Charles,” dijo y volteó a verme.
Fruncí el ceño. “This was Charles’?” dije, apuntando.
“Sí, sí.”
Charles no tocaba saxofón, pensé.
“Lo usó durante los años sesenta, se fue de gira con él.”
Charles no tocaba saxofón, pensé. ¿O sí?
“Grabó unos discos con él.”
¿Charles tocaba saxofón?
“¿Has escuchado The Quintet, con Dizzie, Charlie Parker—“
“Sí.”
“Durante los ensayos usó este saxofón.”
Esa mierda no es de Charles. “¿Ah sí?” dije, fingiendo una sonrisa. Kabuki y Scholar sonreían impresionadas. Pinche pajera, pensé.
“Sí,” volteó a ver el cristal. Tomó un marco detrás de él. “Tengo el documento que lo autentica,” me lo dio. “Me costó seis mil dólares,” dijo orgullosa.
Lo tomé, era pesado y estaba lleno de polvo. Lo leí de mala gana. Imaginé la vida de Marie, de sus padres quizás, millonarios. Imaginé que Marie había crecido en la opulencia, en una nauseabunda opulencia. Me recordé de Per, que ahora da clases de piano en NYU y me contó que el semestre pasado un eighteen-year-old douche llegó con él. El douche tenía talento y buen oído me dijo. Pero se desesperaba rápido. No tenía paciencia. Luego me contó que el douche era algo así como hijo del mejor amigo de Hans Zimmer.
“Esos niños lo han tenido todo fácil,” me dijo Per. “Podría ser un buen pianista, pero no tiene la paciencia.”
Imaginé al Douche tecleando al lado de Zimmer. Imaginé a Marie cocinándole a Woody Allen, quizás. Imaginé que ya nada impresionaba a Marie y casi me dio lástima, casi.
“Miss Bonnamassa?” dije.
“¿Sí? Llámame Marie.”
“Charles Mingus didn’t play the saxophone.”
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