Downtown Train #25
Por Alejandro García
10:35 PM
Me dejó morete. Casi podía distinguir la yema de los dedos de la madre de Elena.
7:11 PM
Iba tarde. Quedé de juntarme con Yanoa en Lincoln Center, en Midtown —¿sigue siendo Midtown, no?— a eso de las 7:30. Eran las 7:10 e iba apurado serpenteando las calles del Village. 5ª Avenida, 6ª Avenida, 20 Calle, 19, 18. Bajé corriendo, lejos del gélido invierno neoyorquino, deslicé la metro card, please swipe again, ah puta, gruñí—
“¿Acá también es para abajo?“ Una señora morena me dijo, pero no entendí, o tal vez seguía en el frenesí de la carrera y no le entendí, o tal vez las palabras simplemente me eludieron y se esfumaron en el inframundo de Manhattan. “Para Brooklyn,” dijo, ella estaba del otro lado del espiral. “Para Brooklyn, para Flatbush.”
Nunca había usado la línea roja para ir a Brooklyn, solo una vez, a la casa de Per, en Prospect Park. No sabía si Flatbush quedaba cerca de Prospect, de la casa de Per.
Vi hacia mi alrededor, a las paredes contiguas, como esperando ver algún poster enorme y magnífico que detallara las paradas del tren #1. O tal vez que algún transeúnte dijera sí señora, desde aquí puede llegar sana y salva y rápido a Flatbush.
“No sé,” le dije, y desenfundé el teléfono.
“¿Qué hacemos?” dijo la señora.
Pensé que me estaba hablando a mi, pero luego voltee y a la par mía estaba su hija, sosteniendo varias bolsas llenas de comida, de frutas, verduras, filetes de carne y pollo, leche, huevos, pan, cigarros.
“Mirá si tienes dinero en tu tarjeta, Elena,” dijo la señora. Mirá, dijo. ¿Guatemalteca? Pensé.
Elena era casi de mi altura y se parecía a su madre. Tenía la misma nariz fina, los mismos ojos ovalados color miel, los mismos labios delgados. Elena tenía un rostro límpido, terso, joven; el de su madre era más bien desgastado, cansado quizás, pero siempre fino y lleno de luz, pensé, era un rostro preocupado pero con el calor sutil de las mamás latinas.
“No,” dijo Elena mientras yo trataba accionar mi teléfono.
Elena y su madre se veían abultadas por tanta ropa, llevaban, cada una, al menos cuatro suéteres delgados, abrochados hasta la barbilla a falta de bufanda. Me imaginé que era el primer invierno de ambas en Nueva York. Cuando llegué a Manhattan en el 2015, aprendí a torear el frío con pocas prendas, que sirve eso de las capas múltiples, pero por facilidad basta con un suéter ligero y una chaqueta gruesa (con hoodie). Imaginé que Elena y su madre aún habían recibido esa lección. O tal vez sí, pero no habían tenido el dinero suficiente para invertir en una buena winter jacket. O tal vez solo no habían conocido las bondades de TJ Maxx, Burlington u otras tiendas similares.
“Lo que puede hacer es pasar su tarjeta para que entre ella,” dije.
“¿Y si el tren no va para abajo? Voy a tener que pagar otra vez, Dios Guarde.” Dios Guarde, ¿Guatemalteca? No tenía un acento divisible, era una pronunciación seca, sin tono, casi no identificable—o al menos no identificable para un connacional.
Vi a la distancia, lejos, hacia la profundidad de los pasillos largos en busca de algún letrero que dijera Downtown. Nada. Paredes desgastadas y amarillentas y nada más.
La madre de Elena sacó su monedero, empezó a contar las monedas. Recordé cuando recién llegué a Nueva York y que pensé que las monedas valían acorde a su tamaño. Luego, después de pagar de más, o de menos, entendí que los nickels valen 5 centavos y son más grandes que los diminutos dimes, de 10 centavos. “Por si nos confundimos necesitamos seis dólares,” dijo la madre de Elena, casi derrotada. Pensé en mi abuela que atesoraba los billetes con cariño, los gastaba sin misericordia y los multiplicaba con agilidad.
Un hombre bajó las gradas y la madre de Elena lo fulminó con la misma pregunta, “¿el tren acá va para abajo?” éste le respondió con un ceño apretado. Gringo, pensé.
“Does the #1 train here also goes Downtown?”
“No,” dijo el hombre. “You have to go to other side.”
“They have to cross the street? Can’t they just walk from here?”
“No,” dijo, pasó su tarjeta, y se esfumó.
Le dije a la madre de Elena que no, que el tren no iba para abajo, que tenía que salir, cruzar la calle y abordar.
“Yo te dije que esperaras,” rabió Elena mientras empezaba a hurgar en su mochila.
Vi el rostro de la madre de Elena, triste, dolido, desencajado, casi avergonzado. Los cachetes parecían deslizarse de su cara como pesados por las lágrimas que se empezaban a acumular debajo de su piel. “¿Ya vienes?” mensaje de Yanoa. Pensé en decirle a Elena y su madre que les podía dar paso del otro lado, que mi tarjeta era unlimited, pero luego recordé de los 15 minutos de espera entre swipe y swipe. Pensé luego en darles un par de billetes, pero recién los había gastado en Dough Doughnuts. Pensé en ir a un cajero—
“¿Saben qué pueden hacer?” le dije a Elena, como para calmar su rabieta, “Decir que se confundieron,” le dije a la madre de Elena, como para aliviarla. Ambas me vieron como desubicadas. “Sí, le dicen a la cajera que se confundieron de estación, ella las deja pasar sin cargo.”
“Uy no,” dijo la madre de Elena. “Capaz hay policías.”
“No, no hay problema. Ya me ha pasado a mi, le pasa a mucha gente,” dije y tomé la metro card de la madre de Elena, la tomé con rapidez, sin reparo, diría casi violentamente.
La madre de Elena gritó que no y me tomó del brazo con fuerza, a través de la reja. Ese día la temperatura había bajado a -6 grados, yo llevaba puesto una camiseta de manga larga, un suéter de lana y mi chaqueta, sin embargo, a pesar de las tres capas de protección, sentí los dedos tremendos de la madre de Elena. Su apretón era duro, sofocante, casi agresivo. La voltee a ver. Tenía los ojos como encandilados. Podía leer la preocupación en sus ojos, en su frente arrugada, en sus labios temblorosos. Pensé, entonces, en los latinos, los migrantes, en los latinos migrantes que veo a diario en el tren, en la calle, casi todos silenciosos y cabizbajos, como queriendo pasar desapercibidos. Pensé en mi tía Bertha que llegó a Nueva York en los setentas y me contó que hasta hace poco aprendió el inglés en una escuela para adultos mayores, y que como no sabía inglés cuando llegó, otras latinas se burlaban de ella. Pensé en mi tío Omar cuando me susurró que él me podía conseguir un SSN falso, como el suyo, por si quería empezar a trabajar. Pensé cómo unos días antes, llegando a mi estación, vi a un hombre con una gorra Gallo, “¿Guatemalteco?” le pregunté, levantó el rostro, emergió de la penumbra de su visera marrón y me sonrió. “Sí,” dijo. “Yo también,” le dije. Y nos despedimos con un ligero cabeceo. Pensé cómo tan pronto yo salí del tren él, el de la gorra de Gallo, seguramente volvió a sumergirse en el anonimato. Pensé que la madre de Elena añoraba, no, dependía de ese anonimato para no ser regañada por agentes de NYPD pues no soportaba ser avergonzada públicamente quizás, o para no ser multada pues no podían pagar un ticket de $500 quizás, o para no ser arrestada, enjuiciada y finalmente deportada junto a Elena. Imaginé a ambos rostros arrepentidos, dolidos, apretados en un llanto incontrolable. Luego, como un leve cosquilleo, sentí un ardor en el brazo. El apretón de la madre de Elena era duro, sofocante, casi agresivo, pero igual de breve. Tan pronto como la voltee a ver y ella me vio, aflojó los dedos, estiró su otra mano, tomo mi brazo entre sus dos manos y comenzó a disculparse.
“Perdón, perdón,” dijo. “An sory,” dijo, viendo a la cajera y otros caminantes. “Discúlpeme, por favor, no fue mi intención,” dijo. La madre de Elena me acarició el brazo como queriendo suavizar el magullón, como queriendo borrar el dolor de mi piel resentida. “Váyase, nosotros miramos qué hacer.”
Se me ocurrió que la madre de Elena pensó que me iba a quejar con algún policía. Le dije que todo estaba bien, que no pasa nada, no tenga pena. “Déjeme hablarle a la cajera, créame que esto pasa muy seguido. Con tanto turista acá.” Traté de zafarme pero sus manos seguían apretando con fuerza.
“Mama, dejalo, soltalo,” dijo Elena. Dejalo, soltalo, pensé, ¿guatemaltecas?
La madre de Elena finalmente me dejó ir. Un hi, good evening, this lady and her daughter got into the wrong turnstile, they need to go downtown después, la cajera me pidió la tarjeta, apretó algunos botones en su computadora y me la regresó sin mayor trámite, sin reclamos ni pucheros ni miradas sarcásticas, sin sonrisas, pero sin agentes de NYPD tampoco.
Elena revisó el saldo de la metro card, $5.50 y sonrió aliviada y un poco avergonzada por la erupción de su madre. La madre de Elena salió, se volvió a disculpar, varias veces y me agradeció “gracias joven,” dijo, “discúlpeme, ¿oyó?” dijo, “pero gracias, que Dios se lo pague.”
Dios se lo pague, dijo, casi con la voz de mi abuela, con la voz de mi mama que es, a lo mejor, la voz de todas las madres preocupadas. Dios se lo pague, dijo y pensé en las incontables veces que había escuchado esa frase en Guatemala —y no las suficientes en otros países . “¿Guatemalteca?” le dije y sonreí.
10:35 PM
Llegando a mi cuarto me quité la chaqueta, el suéter y la camisa. Mientras deslizaba la tela sobre mi brazo desnudo sentí un ligero dolor, casi como una leve picazón. Vi hacia abajo y noté cuatro puntos amarillentos sobre la piel. Me dejó morete. Casi podía distinguir la yema de los dedos de la madre de Elena.
La avenida Flatbush, en Brooklyn, corre a un costado del parque Prospect Park. Yo paso corriendo por ahi cuando entreno para carreras. Hay veces que pienso en lo rico que seria encontrarme, en esa avenida, con una señora Guatemalteca vendiendo atol de elote. Pero al igual que a la rana Rene, luego se me pasa.
La avenida Flatbush corre a un costado de Prospect Park. Yo paso corriendo por ahi cuando entreno para carreras. Muchas veces he pensado en lo delicioso que seria encontrar a una señora de Guatemala vendiendo atol de elote. Pero como dice la rana Rene, luego se me pasa.