Por: Sebastián
La cámara muestra un campo a través de una ventana; una pequeña ventana ovalada en una pared cóncava de plástico gris. Yo estoy sentado de éste lado del cristal, donde el aire es artificial, seco y necesario. Del otro lado se ve cómo el viento sopla sobre un campo que se extiende en la distancia. Sus tallos largos se agitan en amplias ondas zigzagueantes. Casi podría ser un océano de cabellos sedosos moviéndose por corrientes submarinas. Ajustando gradualmente la lente consigo aproximarme un poco más. Y otro poco más. Ahora, que estoy adentro del campo, noto que aquello que desde lejos se mostraba parejo y aparentemente suave, aquí adentro de la masa no hay más que tallos secos y rígidos. El día es gris, cálido y ventoso. La estación, primavera.
Sin mi consentimiento la cámara comienza ahora a retirarse gradualmente. El campo visual se va abriendo y vuelve a surgir el pelaje sedoso con su movimiento marítimo. La imagen me atrapa una vez más y olvido aquellos detalles que había visto hace instantes. El movimiento no se detiene, continúa ascendiendo al mismo ritmo lento que va girando su lente para atrapar un trozo de cielo inmóvil y otro de campo movedizo. No podría confirmar si la intención de la cámara es alejarse del suelo o acercarse al cielo. En un punto del trayecto deja de haber movimiento en la imagen; cielo y campo ahora se mezclan en una única superficie gris, inmóvil y opaca. La cámara, que parece estar quieta pero nunca detiene su movimiento amplificador, va revelando lo que parece ser… ¿el lomo de un rinoceronte?
Me siento confundido y quiero detener todo. Necesito saber si el animal que creo estar viendo no es en realidad la imagen distante del campo de tallos secos y rígidos. Pero no puedo, mi esfuerzo no parece tener autoridad sobre la cámara. Ya no puedo ver de cerca y no parece haber nada que pueda hacer al respecto. Intento relajarme y aceptar la situación. Poco a poco noto que se trata de una superficie asfaltada. O tal vez sea una pared horizontal. No lo sé, no puedo asegurar qué es exactamente aquello que la cámara muestra. No hay formas, sólo una textura porosa de color gris.
De repente, el movimiento ascendente trae desde cada uno de los bordes del cuadro cuatro líneas negras que lentamente van marcando los límites de la superficie, hasta encerrarla en un perfecto rectángulo. A medida quela cámara continúa alejándose veo que nunca hubo un lomo de rinoceronte sino que se trataba del techo de un edificio en una ciudad. Una ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces como brújulas. ¿Acaso es Tegucigalpa? No lo sabré nunca. Yo la observo desde donde me permite la cámara, que es desde arriba, sobre el mismo suelo gris que hace instantes era un campo sobre un rinoceronte con piel de asfalto. Ahora todo eso es la terraza del edificio más alto de esta ciudad.
(Una ciudad de noche que en realidad sólo es una masa oscura, con zonas totalmente apagadas y otras tiritando una luz naranja de mayor o menor intensidad. Y entre una y otra zona, pequeñas luces en movimiento que sospecho son autos; tal vez llevando luz hacia lo oscuro).
Me esfuerzo por hacer foco sobre las luces que se mueven. La cámara me obedece y logro atrapar una. La inspecciono y veo que se trata de un amarillo chispeante, eléctrico cuando logro acercarme. Aparecen entonces pequeñas lenguas de fuego y con ellas el sonido de un tamburello en invierno; el aire salado; el ruido de una avenida en una ciudad natal. Me agrada lo que veo y oigo. Intento permanecer pero es inútil, una vez más la cámara toma el control de la situación y me lleva de regreso a la ciudad nocturna, con sus partes oscuras y sus luces moviéndose sobre texturas porosas.
La cámara se retira más y más de todo hasta mostrarme que la ciudad es en verdad un cerebro. ¿Acaso es el mío? La imagen me desconcierta, como si todo este desfile fuera un chiste de mal gusto.
La cámara, con su constante desprendimiento, se burla de mi juicio sobre lo que me va mostrando. Mi lógica nunca atrapa su creatividad.
– A qué se dedica usted?, me dice con una sonrisa el pasajero que hay a mi lado abrochándose el cinturón.
– ¿Yo? Digo confuso mientras veo que la ventanilla del avión muestra un campo agitado por el viento.
– Si, usted. Parece muy preocupado.
– No, para nada – digo suspirando antes de sonreírle. – Yo…yo me dedico al arte de no atrapar nunca nada. No sé si me explico. Soy emprendedor y me dedico a fundar empresas cuyo fin sea la inutilidad. Esa es mi destreza, no sé si me explico.
– Interesante.
– Si, interesantemente inevitable.
– Cuénteme.
– Busco espacios que rellenar sin respiro ni descanso…hasta el momento donde el espacio toma algo de forma y entonces lo abandono.
– ¿De qué formas me habla?
– No lo sé, no podría asegurarle.
– Pero…¿Cuál es el aspiración de este arte suyo entonces?
– Ninguno más que ocupar mi tiempo.
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