Downtown Train #24
Por Alejandro García
Cole Clarck, mi landlord, es de Guyana; llegó a Estados Unidos con su mamá y hermano mayor a mediados de los sesentas, cuando él tenía apenas seis años. Cole, o Mister Cole —como gusta le que llamen— habla con cariño y soltura de Nueva York. Mister Cole habla de Duke Ellington y Langston Hughes y Billie Holiday, y otros artistas oriundos de Harlem, su barrio (y ahora, un poco, mi barrio). Mister Cole habla también de cómo, en los ochentas, los crackheads entraban a robar a las casas para revender lo adquirido en el metro.
“One time, se entraron a nuestra casa y se robaron el VHS, el televisor, unas botas de mi hermano, hasta el vestido de novia de mi mamá,” me dijo una vez. “Una semana después mi hermano recuperó el VHS en Flatiron District.”
“¿Cómo?” le pregunté, extrañado.
“Lo estaban vendiendo, 4 dólares,” y se carcajeó, con esa su tremenda, recia carcajada, se carcajeó with his orchestra of teeth.
Mister Cole habla de cuándo vio a Prince en concierto en el Apollo, de las tres reuniones a las que fue con las Panteras Negras en el Bronx en los ochentas, y de lo efficient que es el transporte público en Nueva York —a pesar de lo efficient, él prefiere manejar su carro que usar el tren.
Mister Cole es de Guyana, y es algo que comparte seguido. Habla de los carnavales de febrero, de las ollas de yuca, de los caldos de pescado y pollo, y de la tragedia de Jonestown donde Jim Jones, un fanático religioso estadounidense convocó a un suicidio en masa en 1978. “Crazy motherfucker,” lo llama Mister Cole.
Mister Cole es de Guyana, pero después de 40 años en Manhattan, él ya ha adoptado la actitud y manierismos de un neoyorquino. Su manejo, confianza, casual rudeza y swagger lo hacen todo un black guy from Harlem, y se enorgullece de su Guyanese-American blackness.
En su casa hay pósters y cuadros de Obama, de Martin Luther King Jr., Oprah. Tiene discos de Ray Charles, Nina Simone, Lionel Ritchie, Stevie Wonder. Su librera es un poco más diversa. Así como está la primera edición de pasta dura de la biografía de Dennis Rodman —firmada por The Worm himself, tiene libros de Coelho y hasta la versión traducida de la biografía de Rigoberta Menchú. Pero también tiene los discursos de Malcolm X, poesía de Maya Angelou y un par de novelas de Toni Morrison.
Ahora que regresé a NY en enero, Mister Cole movió sus libros a una pequeña librera en mi habitación.
“Por si hay algo que quisieras leer,” me dijo.
No le di mucha importancia. Pero al poco tiempo, por pura curiosidad de ver si había algún otro título interesante, me topé con el Go Tell It on the Mountain de James Baldwin. Para leerlo después, pensé, y lo guardé entre mis libros.
Hace unos días finalmente lo empecé a leer y en un manojo de días lo atravesé —las hojas amarillentas, casi ámbar, parecían desvanecerse sin esfuerzo entre mis dedos.
Go Tell it on the Mountain es la novela debut de James, semi-autobiográfica, cuenta la historia de John Grimes, un joven afroamericano en los años 30, en Harlem, y su relación con su familia y la religión. Sé que son dos caldos de diferentes ollas, pero este pequeño gran libro me recordó a cuando leí Los Compañeros del Bolo Flores: la explícita lejanía pero sutil familiaridad y potencia subversiva me sacudieron con fuerza, sutileza, electric.
Solo de mi casa en 119 y Madison —East Harlem— a la estación del tren paso frente a tres iglesias pentecostales y fácilmente podía imaginar al pequeño John sometido por el largo brazo del fanatismo religioso, sometido como también alguna vez yo fui sometido. Sometido como cuando en mi primer colegio, Capouilliez, nos dijeron que el rock n’ roll era la música del diablo. O como cuando nos dijeron que Pikachu (no el personaje, más bien la fonética de la palabra y combinación de fonemas) eran parte de una invocación satánica y, por lo tanto, Pokémon era satánico. A John (y quizás James) lo acusaron de mal cristiano por las malas acciones de su hermano, a mi por escuchar The Doors. ¡Carajo!
El Go Tell it on the Mountain mantiene la actitud sonora, casi musical, del Harlem de antaño, un Harlem lleno de vida, drama, colores, música. Harlem cuando era Harlem: a lively barrio sin la gentrificación que poco a poco lo está convirtiendo en un vecindario chic, casi hispter, casi millenial, a nada de ser upper class. Un bello neighborhood que poco a poco está reemplazando los salsa joints y viejos edificios donde tocó Ellington en coffee shops con café orgánico donde with every purchase you’ll be helping the independent coffee growers from Kenya —si es como en Guate, pajas, pienso.
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Un día regresando de clases Mister Cole vio que llevaba el libro en la mano, doblado y desgastado, como libro buen leído debe estar.
“Whachu’ got there?” dijo y estiró la mano, sonrió. “Ah, James,” dijo, casi nostálgico y sutil intimidad. Pensé que me iba a contar alguna historia de cómo conoció a James, en algún club de jazz, en alguna lectura de poesía, en alguna manifestación en downtown, o tal vez en el metro, recuperando también su VHS en Flatiron District. Imaginé a Mister Cole joven, aún con pelo, delgado y siempre fashionably dressed —de rojo o verde tal vez— frente a un avejentado pero siempre poderosísimo James. Imaginé la sonrisa de dientes de separados de James contagiando la sonrisa casi impecable, casi tallada en marfil, de Mister Coler. Mister Cole cuando tal vez aún no era Mister, sino, más bien, Little Cole, tal vez. Imaginé a Little Cole impresionado por la enorme figura de James Baldwin en alguna biblioteca en East Harlem o escuela pública o univers—
“No me gustó el libro,” dijo finalmente. “Mucha religión ahí,” sonrió.
Sonreí, medio decepcionado. Pensé en decirle que había buen drama en el libro, que los personajes eran potentísimos y los diálogos sutiles y devastadores. “A mi me está gustando.”
“Lo empecé a leer por Malcolm X,” dijo. “Él lo recomendaba mucho. Richard Pryor y Ali, también. Pero no me gustó. Pero Malcom, él si era poderoso,” dijo, como si el powerful le hubiese nacido en el pecho, hervido en forma de palabra y tuviese que ser expulsado con fuerza y sin decoro, con todo y pequeñas gotas de saliva —pppowerful.
Mister Cole se levantó y me dijo que lo siguiera. Bajamos a mi habitación y se paró de puntillas para revisar los libros del estante. Con una memoria de bibliotecario experimentado extrajo un pequeño libro amarillo: Malcolm X: The Last Speeches.
“Read this,” me dijo y me lo entregó.
Vi la portada y el rostro implacable de Malcom. Abrí el libro mientras Mister Cole me decía cómo ese libro lo había convertido en un hombre, cómo le había enseñado a defenderse. Mientras me aleccionaba, de entre las páginas del libro cayó otro libro más pequeño, cayó pesado, como el one ring caía al suelo en The Lord of Rings: con un cachetazo mudo. Era pequeño y negro. Mister Cole lo levantó con urgencia y le dio la vuelta, en la portada: The Little Black Book y nada más.
El Little Black Book es un libro de bolsillo (no paperback, sino que literalmente cabe en el bolsillo), de producción artesanal, realizado en los años 80 por la escritora afroamericana Carol Taylor. En la primer página el título se extiende a The Little Black Book: black male survival in America or staying alive & well in an institutionally racist society —The Little Black Book: superviviencia para el hombre negro en Estados Unitos o mantenerse vivo y bien en un sociedad inconstitucionalmente racista.
El Little Black Book, en sus 29 páginas contiene treinta reglas de cómo sobrevivir en Estados Unidos y/o una sociedad racista. Regla #1: Si eres llamado por la policía, no corras. Regla #2: Siempre lleva este Little Black Book contigo. Regla #4 Siempre lleva una moneda de 25 centavos para hacer una llamada. Regla #7: si eres abordado por la policía, no aproveches el momento para probar tu virilidad. Regla #12: evita calles desoladas. Regla #29: únete al Movimiento de la Congelación Nuclear (Nuclear Freeze Movement). Contiene además consejos de nutrición y salud como cómo evitar el aumento de la presión sanguínea o el crecimiento desmedido de la próstata. Toma solo leche descremada, dice la Regla #25.
“Me dieron esto en mi última reunión con las Panthers,” dijo Mister Cole, veía el pequeño black book con nostalgia, o tristeza tal vez. “Tercera y última.”
“Were you a Black Panther?”
“No,” dijo serio. “Pero supongo que para la policía, el gobierno, or any other motherfucker, sí lo era.” Mister Cole tomó aliento y siguió. “En los cuarentas bastaba con que fueras a una reunión del American Communist Party para que te ficharan de comunista; one fucking meeting. En Estados Unidos hoy basta ser negro para ser considerado peligroso, subversivo,” dijo así, dangerous, subsersive. “Imagínate si además de negro habías ido a reuniones de las Black Panthers.”
Sabía algo de las Black Panthers, de las Panteras Negras. Crecí escuchando rap, Outkast, Eminem, Cypress Hill, Tupac Shakur. Supe primero de las Panthers por Tupac Shakur. Supe que la mamá de Tupac, Afeni Shakur, había sido Panther. El mismo Tupac escribió una canción para el movimiento: Panther Power, y los mencionaba seguido, Can you see the pride of the Panthers as they unify as one? The flower blooms with brilliance, and outshines the rays of the sun.
Sabía que era un grupo revolucionario de defensa civil que inició en los años sesenta y que buscaba la igualdad para los afroamericanos. Algo así como una guerrilla, solo que operaba abiertamente en las ciudades más importantes de Estados Unidos. En algún lado había visto o leído que las Black Panthers había iniciado programas de nutrición infantil, de educación, de empleo para amas de casa, buscaron cambiar los roles de género —las mujeres portaban las armas, los hombres cocinaban en las escuelas fundadas por las Panthers. Tenían su propio periódico. Y sobre todo sabía que como cualquier otro grupo revolucionario en un país fundamentalmente conservador, el gobierno hizo hasta lo imposible por desmantelarlo.
“La primera reunión a la que fui fue en el 69, luego en el 77 y la última en el 85 —me recuerdo porque acababa de cumplir cinco años de trabajar en Xerox,” dijo Mister Cole. “El movimiento ya no existía, se había terminado unos años antes, en el 82, pero algunos ex miembros todavía se juntaban para platicar de política y box, y de Kareem Abdul-Jabbar y Magic Johnson.”
“Jordan?”
Mister Cole paró en seco, como sometido por un freno inesperado. “No, en esa época Jordan todavía no era Jordan, ya era promesa, pero apenas empezaba su carrera,” dijo con agilidad. “En fin. Un amigo me llevó, fue en el Bronx, en Allerton. Todavía me recuerdo, they gave us turkey sandwiches.”
Me imaginé a Little Cole de sombrero, delgado y erguido, e indudablemente elegante. O quizás no tanto. Tal vez cuando iba al Bronx quería aparentar humildad, modestia y dejaba los trapos caros en casa. Quizás antes de su última reunión con las Panthers, Mister Cole había suavizado su aristocracia a apenas unos calcetines azules y algún pañuelo satín en su bolsillo trasero, azul también, claro.
“Eramos pocos, cuatro, Louis, Mallick, Sean y yo. Louis y Mallick aún usaban sus boinas negras del partido, pero estaban trabajando como carteros.”
“Los domesticaron.”
“Domesticated, yes, that’s a good one.”
En 1985 Nueva York debía elegir (o reelegir) un nuevo alcalde. Louis y Mallick, con sus boinas, discutieron brevemente de Ed Koch y Carol Bellamy, de lo estúpido que era reelegir a Koch por un tercer término, y de lo abandonado que estaba el Bronx. Comieron pavo, les dieron el Little Black Book y vieron el primer cuarto de los Knicks que estaban sumidos en la miseria, hasta el fondo de su división.
Luego, en un relampagueo de palabras Mister Cole me contó de Dawn, del cabello rubio de Dawn, de los ojos cafés de Dawn, de su rostro fino, de sus labios delgados, sus manos pequeñas como mariposas. Me contó de Dawn Nash y cómo pasó la noche en la cárcel por ella, por Dawn Nassar o Nasr o Nasser, “or something like that.”
–
Saliendo de la reunión, caminando de regreso al carro de Sean, Mister Cole escuchó un grito saliendo del inframundo de la estación #2. Que era el loudest grito que había escuchado en su vida, me dijo. Sean y Cole bajaron las escaleras, “now this was a time when subways stations weren’t that safe,” me dijo y dos policías estaban trabando de violar a Dawn. Sean y Cole instintivamente forcejearon con los policías, liberaron a Dawn, corrieron de regreso al carro de Sean y la llevaron hasta la estación Penn y nada más. ¿Nada más?
Nada más, que ella quería huir de Nueva York me dijo Mister Cole, que platicaron poco, o nada, me dijo, pero que les agradeció mucho. “Lots of thank yous.” Y nada más, pero no era nada más eso.
Después de dejarla en Penn, dos calles adelante una patrulla los detuvo. Los policías les pidieron que se bajaran del carro, los registraron, anotaron sus nombres, las placas del carro y pum, a la cárcel.
“Pero, ¿por—“
“Dissent,” me dijo Mister Cole. “Por desafiar a la autoridad. No fue por ir a una reunión de las Panthers, o por pelear con otros dos policías, o por llevar a una chica blanca en el carro —a veces solo eso se necesitaba, fue por ser negros. En el reporte pusieron que nos resistimos al arresto, y claro, our word against theirs.”
Sean y Mister Cole pasaron la noche en una carceleta en Brooklyn. Los liberaron a las 6 de la mañana, les devolvieron sus cosas, Sean fue a buscar su carro en Midtown, Mister Cole regresó a casa a bañarse y a las 9 de la mañana a Hell’s Kitchen, a las oficinas de Xerox.
“You see,” dijo Mister Cole. “En este país no le importan los negros. Por eso es que necesitamos a los Martin Luther Kings, a los Malcom X, a los James Baldwin, a los Obamas, especialmente a los Obamas. A esta gente que ya ha sufrido y le puede enseñar a la siguiente generación a sobreponerse.”
Mister Cole habló con soltura y rabia, como cuando ganó las elecciones Trump, como cuando tomó posesión Trump, hablo con la rabia de un revolucionario.
“En este país es shoot first, ask questions later, especialmente si eres negro,” dijo, “o latino,” y levantó la vista para verme. Vi a Mister Cole. No como un joven vería un veterano, no como un migrante vería a un gringo, ni siquiera como un latino vería a un negro, sino como un amigo, y nada más.
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Mi primer semestre en NY lo pasé en el Upper West Side, un sector, digamos, acomodado, familiar: lleno de escuelas, supermercados y el Symphony Space Theatre a dos calles apenas. El Upper West Side es un barrio blanco, para y de clasemedieros. Me sentía a gusto, creía, por lo limpio y aparentemente seguro.
Al terminar el semestre me quería subir la renta. No podía pagar el aumento, busqué en las cercanías, terminé en East Harlem, 119 y Madison, en la casa de Mister Cole. En un principio no me gustaba, era un barrio ruidoso, avejentado, desgastado. Poco a poco me acostumbre, pero seguía sin gustarme demasiado.
Luego, el 10 de noviembre del 2016, dos días después de las elecciones, después del luto, la rabia, la tristeza, el miedo y la impotencia, salí a eso de las cuatro de la tarde. Caminé un poco más tranquilo, el sol dorado se ponía sobre el Hudson y tenía de cobre el cielo. Y ahí, entre la salsa y el góspel, entre los edificios viejos y las iglesias abandonadas, entre puertorriqueños y marfileños, entre cuchifritos y fried chiken, me sentí en casa, o al menos, me sentí seguro. Me pasa que llego a Gerona y me siento en mi ambiente natural, en donde crecí, en mi barrio. Luego en Estados Unidos, a pesar de estar aparentemente más seguro contra la delincuencia, me siento muchas veces fuera de lugar. Pero no en Harlem, no entre migrantes, entre minorías. Vaya, no es Gerona, pero algo parecido.
Días después, en el metro un hombre moreno se me acercó cordial. “He— hello,” dijo. “¿Español?” le dije que sí y me entregó un pedazo de papel blanco, duro, casi cartón. “Debemos cuidarnos,” me dijo mientras me lo entregaba. ¿Cuidarnos de qué?, pensé. Hasta arriba el papel decía WHAT TO DO IF YOU’RE QUESTIONED OR DETAINED BY I.C.E. Vi el pequeño papel, que era más bien como una tarjeta de presentación, y así como el Little Black Book, tenía consejos para los morenos en Estados Unidos.
Regla #1: Ningún oficial de ICE puede detener a alguien únicamente por su apariencia. Regla #4: Si agentes de ICE llegan a tocar a tu puerta, tienes el derecho de NO abrir. Ellos solo pueden entrar si tienen una orden judicial. Regla #6: No firmes nada que no entiendas. Y hasta abajo, números telefónicos de abogados migratorios.
Pensé en las formas de resistencia que ha adoptado la gente desde las elecciones: playeras de Immigrants Are Welcome Here, listones azules, gorritos rosa, el arte y la literatura, pensé en lo jodidamente necesario que es el arte en estos momentos, y sobre todo las manifestaciones, las benditas manifestaciones que son un importantísimo espacio de poder, poesía y democracia. Pensé en el Little Black Book de Mister Cole y, aunque mi permanencia es legal acá en Estados Unidos, pensé en guardar ese pequeña tarjeta como si fuera mi Little Black Book, fotocopiarlo quizás y dejarlo en varios lugares en Greenwich, en Midtown, en Harlem.
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EPÍLOGO
Mientras escribía este texto revisé con cuidado el libro, el Little Black Book. Estaba impecable, sin marcas ni manchas o rayón alguno, apenas un poco desgastado por los años que había permanecido entre los discursos de Malcolm X. Lo revisé para traducir algunos de los consejos del libro. Lo revisé varias veces. No me había fijado que, en la última página Mister Cole había escrito Dawn Nash 210-6343.
Obviamente me dieron ganas de llamar a Dawn, decirle que era amigo de Cole, el hombre que la había rescatado en 1985 y llevado hasta Penn Station. Investigué un poco. Los números en Estados Unidos tienen 10 dígitos desde 1992. Asumiendo que Dawn fuese originaria de Nueva York, o que ese número fuera de Nueva York, debería anteponer alguno de los siguientes códigos: 212, 315, 347, 516, 518, 585, 607, 631, 646, 716, 718, 845, 914, 917 y 929. Asumiendo, claro, que Dawn siga teniendo el mismo número, que no se haya mudado a otro estado y sobre todo, que no le haya mentido a Cole dándole un número falso.
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