Downtown Train #21
Por Alejandro García
Bajé apresurado las gradas de la estación de la 12 calle. El frío empezaba a ondular por la ciudad y no hay peor castigo que la intemperie.
Y ahí, después del remolino de metal, bajo el segundo grupo de gradas, a un lado de las largas bancas de madera, debajo del letrero de To Harlem and Bronx, ahí, en pleno Village, estaba Nels Cline, el guitarrista de Wilco –solo que no me recordaba de su nombre.
Ahí estaba Nels Cline, sereno, alto, encorvado y cabizbajo como un buitre elegante. Lo rodeaban varias bolsas de papel, esas de supermercado naturista.
Con prisa desenfundé mi teléfono. No quería llegar con los ojos pelones y las manos urgentes a pedirle una foto sin siquiera decirle su nombre. No quería llegar hey you, you’re that guy, from Wilco right? así no más.
“The next uptown number two train is five minutes away,” dijo el anunciante de MTA con su típica voz metálica.
Deslizar para desbloquear, ****, Safari, pero el inframundo de Nueva York es jodido e implacable. En verano es sofocante, en invierno apenas tibio, y todos los días parece exorcizar las ondas del internet como si los trenes fueran alérgicos a ese invisible polen led. O al menos yo casi siempre me quedó sin señal. Hay quienes hablan por teléfono, ven Netflix, hacen video-llamadas en pleno meneo subterráneo; digan lo que digan, T-Mobile no sirve bajo tierra.
Intenté con el wifi de la estación pero esa pequeña ruedita rodajada del loading giraba sin perder el ritmo, como motorizada.
“I saw you playing early this year at Kings Theatre,” le podría decir y pedirle la foto. O que me había gustado el Schmilco pero que mi favorito era Sky Blue Sky. O mejor aún, le podía preguntar cómo había sido trabajar con Tinariwen, que si había ido al desierto con ellos, no, que si había aprendido tuareg, le pediría que me enseñara algunas palabras. “¿Cómo se dice poesía en tuareg?” le diría. “¿Y música? ¿Cómo se dice música en tuareg?”
“_____,” diría él, Nels Cline. “Ténéré es desierto,” diría él. “Van a tocar acá el otro año, ¿los vas a ir a ver? Tal vez nos veamos ahí,” diría.
¿Cómo se llama, carajo? me dije.
Miles, Miles, pensé. Mi cerebro trabaja con sonidos. Si no es Miles es algo parecido, pensé. ¿Qué putas suena parecido a Miles? Así funciona mi cerebro, con sonidos, similitudes, y con una risible casi-eficiencia. He confundido Fabiolas con Fátimas, Wilson Cottonhead por Colson Whitehead, y con los números es aún peor. Un 15-67 fácilmente –y en cuestión de segundos– se convierte en 16-57.
“Miles, Miles,” dije en silencio. “Tal vez si le digo Miles entienda.”
–
Podría ser abusivo también, imprudente y solo llegar a saludarlo, pedirle que me firme algo, lo que sea y que quiero una foto. Unos meses antes había conocido a Paquito D’Rivera –también me tocó gugliar su nombre–. Un tipazo: amable, sonriente, bromista. Platicamos sobre Nueva York y me tomé una foto con él.
“¿Nada más?” me dijo Fidel, un buen amigo. “Alejandro, en esos momentos tenés que chingarlo hasta que ceda. Así es como parás cenando con Paquito y Chucho Valdés, y oyendo historias de la revolución cubana.”
“The next uptown number two train is three minutes away.”
Me imaginé saludando a Miles, sonriéndole pero manteniendo una fría solemnidad, de esas que practiqué tantas veces como periodista. Le diría que me gusta mucho Wilco. Él sonreiría tratando de ser amable.
“And I’m sorry but Dirty Baby is way better than Lovers,” le diría.
“¿Y cuál es tu favorito?” diría él dudoso, casi desconfiado.
“¿De Wilco?”
“No, de los míos.”
“New Monastery,” le diría firme, inmovible, con integridad y profesionalismo, como un buen crítico o ágil mentiroso.
Hablaríamos de Ellington, de Coltrane, de Dizzy. Hablaríamos que ya nos aburrió el Kind of Blue de Miles Davis. Le diría que había ido a ver McCoy Tyner al Blue Note a principios de año.
“Is he still playing?” diría Miles. “¿Sigue tocando?”
“Sí, bueno, sus shows son de 45 minutos,” le diría yo, y ambos asentiríamos en un breve momento de coincidencia musical.
Le diría que mi disco favorito de jazz es el de Art Tatum y Ben Webster.
“¿Por el piano o por el saxofón?” diría Miles, yo le diría que por los dos. “Then you have to listen to Fletcher Henderson, es más swing, pero te gustará.”
Así sería.
“And do you play?”
“Batería,” mentí.
Una chueca sonrisa se extendió sobre el rostro de Miles. Miró su reloj.
“¿Tienes qué hacer?”
“Not really.”
Tomamos el number two train hasta la 96, nos cambiamos al number one y subimos hasta la 168 y Broadway, subimos Miles y yo. Había una fiesta de jazz clandestina en la 162 y Edgecombe Avenue. Nos tocó caminar entre el frío inmisericorde del early December. Lo ayudé con una de las bolsas, la que tenía uvas, fruta seca, quesos, galletas, y jalea de naranja para la fiesta.
Edgecombe, a un lado de Amsterdam Avenue, es de esos antiguos barrios de Harlem con edificios desgastado, o añejados más bien, por décadas bajo el invierno neoyorquino. Los apartment buildings no son muy altos, de 4 o 5 pisos. Algunos árboles raquíticos estaban envueltos en luces navideñas; la penumbra de las calles se ve majestuosa bajo esa ligera lluvia blanca. Las calles en Edgecombe, blanquinegras gracias a esos árboles luminosos, se extienden como amplias plataformas futuristas, como si conectaran al abordaje de una nave espacial. A lo lejos se puede escuchar el ligero chapoteo del Harlem River, chocando con las autopistas que rodean Manhattan.
“Glad you could make it, Nels,” lo saludó Nate Smith, el baterista de José James.
Nels me preguntó si conocía a Langston Hughes, me dijo que buscara algunos de sus poemas en mi teléfono, que tal vez podía leerlos mientras las improvs, que hay open mic para todos.
“O podrías tocar batería también,” dijo Nels Cline, un poco burlón.
Así sería.
–
“Please step away from the platform to let the passengers off the train,” dijo el narrador del MTA. Un ligero halo de luz naranja emergía a lo lejos.
Caminé casi vencido frente a Nels. Lo dejaría ir entre la gente, sin siquiera saludarlo. Él empezó a recoger sus bolsas; parecía un cuidador de perros arrastrando una media docena de enormes San Bernardos. Imaginé sus frágiles dedos blancos perdiendo su tenue tinte rosa por la pesada presión las bolsas.
“Do you know if this train goes up to Washington Heights?” me preguntó Nels.
“To Washingtone Heights?” le respondí, o más bien le pregunté, como tratando de ganar tiempo en lo que calculaba y corroboraba mi respuesta.
“Sí. Casi no uso esta línea,” Nels tenía la cara cansada, los ojos se le derretían sobre el rostro como a punto de caer al suelo. “Voy para Edgecombe Avenue.”
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