Por: Sebastián Salvador
Por fin el silencio de las consecuencias. Por fin la apatía del después. (Y pensar que hace unas horas todo este asunto era una cuestión trascendental para él). El rey yace tumbado en la arena, derrotado. Sin embargo la certeza de que no hay nada más que pueda hacer le ofrece alivio. La estampida de los hechos lo han atropellado ya, dejando en la sangre una última dosis de adrenalina, la cuota final que poco a poco, lentamente, se le va diluyendo en el cuerpo mientras despierta la lucidez.
Desplomado en el suelo reposa indeciso, con la cabeza hacia la derecha, mirando al mar. Puede sentir los granos de arena en el sudor del rostro, y hasta puede ver una imagen de esa misma arena en plena acción, rojiza y volcánica, o así la recuerda.
La corona duerme tumbada al costado, con su impecable vestido de oro resaltando entre los cuerpos moribundos. (Curiosa es la piedad que el tiempo le concede a ciertos objetos, evitándoles los estragos que a nosotros los humanos nos puede ocasionar en cuestión de minutos; sólo basta que la violencia llegue empeñada y nos arrolle para dejarlos a ellos intactos y a nosotros arruinados). El brillo del oro y los diamantes incrustados viven entre despojos de guerra.
Y a la vez esa corona a su lado es una muestra más de las tantas entidades que están abandonando a aquel hombre. Qué importa si se trata de un rey, aquí tumbado no es más que un cuerpo con la tremenda suerte de estar respirando. Pero ahí está él, aun rey (las noticias tardan en llegar, y hasta que no lleguen, lo que fue sigue siendo), desplomado y con sus piernas rotas, ensangrentadas, insensibles, lejos de lo que eran hace unas horas. Y sin embargo no es un cuerpo más. El rey sigue siendo único en este campo cubierto de muerte. Su vida aún perdura, aún lo atraviesa con un finísimo hilo que alcanza justo para borrar el dolor físico e ir directo al pensamiento.
– My kingdom for a horse, dice mientras la ansiedad lo proyecta ya montado en el lomo del animal, rescatándolo de aquella carnicería humana que poco a poco se va convirtiendo en cementerio. La corona sigue intacta sobre la arena y los ojos del rey parecen estar hablándole. De qué sirve ese cacharro ya sino sólo para evocar memorias inútiles, como todo lo que llega del pasado durante los momentos de desesperanza, evocaciones que en verdad nunca captan lo que realmente sucedió. Y sin embargo toda la memoria se condensa y se deprecia con el correr de los segundos. Todo su pasado ahora se convierte en una moneda que se desvive por pagar. Una moneda de memorias y una corona como propina sorteándose a la primera alma que por allí pase y la exija para salvarlo.
Sí, my kingdom for a horse vuelve a remachar por segunda vez con los ojos fijos en el oro, como un deseo que busca consuelo.
Y con la sospecha del final llega la vida en un instante. Lo alcanza la juventud, o un tiempo en el que la falta de una certeza o vocación lo convirtieron en ese rey introvertido y poseído; alguien dispuesto a matar despiadadamente cualquier presencia del miedo ese que aplaca a los cobardes cuando la vida se despierta y se ofrece. Llega también la evocación del amor, como un calor húmedo.
Por un instante se imagina a salvo y lejos de la muerte a la que ve llegar en una barca desde el mar. Pero luego siente terror al imaginarse vivo y descoronado, en un sitio donde todo es pasado; quién podría sobrevivir a semejante tormento.
Mejor sucumbir, piensa, pero no se puede dejar morir, no él. La vida es más fuerte que la muerte en los momentos de irreflexión donde vive el instinto. Y ahí, en soledad de la playa, desde la arena volcánica y rojiza, con el puño cerrado y abrazado al recuerdo del amor, un rey se aferra a la vida durante su último respiro de vida: my kingdom for a horse.
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