Downtown Train #20
Por Alejandro García
“No creciste, patojo,” dijo mi tío Omar y me abrazó, fue un abrazón tremendo y apretado, de esos truena-costillas. “¿Cómo estás?”
“Bien,” le dije, sonriendo mientras me desabrochaba la chaqueta. “¿Vos?”
“Ah, ahí, pasándola.”
Mi tío Omar sonreía con calidez; los cachetes se le doblaban en generosos pliegues de carne.
Tío Omar y yo nos juntamos en el Bronx, en Allerton, su barrio –a un par de calles de su apartamento. Cuando recién llegué a Nueva York, en el 2015, mi tío Omar fue una de las primeras personas que me escribió, que nos debíamos juntar dijo, a comer, muchas veces. Después de más de un año de vivir en Manhattan, en octubre finalmente nos juntamos. No nos habíamos visto desde hace casi quince años.
“Y vos, ¿qué tal te trata la ciudad?” me dijo mientras me empujaba sutilmente a la taquería que teníamos enfrente, y que él había escogido.
Le dije que bien, que me gustaba mucho la ciudad mientras atravesábamos la puerta.
“¿Qué tal de frío?” saludó a algunos meseros, siempre sonriendo.
“Normal, me gusta más bien. No había visto nieve antes. Todo es nuevo.”
Adentro olía a carne, a limón, tortilla caliente, a tequila; olía a Guatemala, a casa.
“¿Y tu mamá? ¿Qué tal mi comadre?” tío Omar no era precisamente tío, era algo así como tío en tercer grado, un primo político de mi mamá, de Colomba Costa Cuca, Quetzaltenango. Es de los Escobares que conviven a diario en la casa de mi tío Noé –otro que no es tío, sino tío abuelo–, que van a las tiendas de tía Miriam –tía en segundo grado, prima-hermana de mi mamá– y de vez en cuando bajan a la capital a ver(nos).
Le dije que bien, “acaba de sacar su VISA, vienen el otro año con mi hermana.”
“Ah, qué bien,” me señaló una mesa. “Any woman? Hay muchas guapas por acá.”
–
Mi tío Omar llegó a Nueva York en el 2003, legal, con visa y todo. Pero se había quedado para trabajar y mandarle dinero a sus hijas, para pagar el colegio, los quinceaños y la universidad. No había regresado desde entonces.
La última vez que yo lo vi fue en el funeral de Doña Mati, mi abuela, en el 2002. Yo tenía 12 años, él, unos 40, más o menos. Siempre fue cercano a mi familia, es decir a los de la casa.
Recientemente mi mamá me contó que mi abuelo Eloy –quien me crío junto a Doña Mati– le enseñó el oficio a tío Omar. Le enseñó carpintería, un poco de mecánica y a soldar; trabajaron juntos en la TIPIC, hasta que mi abuelo se jubiló en el 84.
Mi abuelo tenía cuello en la TIPIC. Él le había conseguido trabajo a mi tío Marco Tulio (un medio tío, hermanastro de mi mamá, hijo que mi abuelo tuvo antes de casarse con mi abuela) y al Canche (el más tío de todos, el mero hermano de mi mamá, con el que más conviví también); ambos con “resultados no satisfactorios”.
El trabajo de soldador en la TIPIC era bueno, como contaba mi abuelo, pero fregado, como contaban mi abuela y mi mamá. Mi abuelo salía todos los días a las 4 de la mañana para ir a trabajar a Izabal, Alta Verapaz o Copán. Regresaba a las 8, cenaba y a la cama.
“Así yo me conocí toda Guatemala. Fui a Belice, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Nicaragua, uy, hasta Panamá, fíjese,” decía seguido. “Yo me caminé el canal de Panamá,” decía y empezaba a explicar cómo funciona el canal, las esclusas, de cómo sube y baja el agua, de los barcos y cómo el agua magnífica se atraviesa el continente.
En el 2001, después de trabajar por más de 20 años en la TIPIC despidieron a mi tío Omar, no recibió su indemnización. Tío Omar pasó un año buscando trabajo antes de emigrar a Nueva York. Vivió en Queens, pasó unos años en Nueva Jersey y ahora, desde el 2013, vive en un apartamento de dos cuartos en el corazón de Bronx. Es cocinero en un restaurante taiwanés.
–
Tío Omar pidió seis tacos y una horchata, yo un burrito y una rosa de Jamaica. Por cuatro dólares no solo recibí un enorme burrito; esa delicia grasa estaba acompañada por una pequeña ensalada, aguacate, trozos de jalapeño, cubos de piña y unlimited chips.
“Y entonces, ¿hasta cuándo vas a estar acá?” me preguntó mi tío mientras exprimía un pedazo de limón sobre las tiras de chochinita pibil.
“Uno o dos años,” dije.
“¿Uno o dos años?” dejó de exprimir.
Le dije que la visa la tenía hasta mayo del 2017, pero que podía pedir una renovación de un año si encontraba trabajo.
“Acá abunda el chance. Yo he sido repartidor, mensajero, cocinero, bricklayer, de todo.”
Sonreí. “Sí, pero tiene que ser relacionado con mi carrera.”
“¿Y qué estudiás pues?”
“Literatura.”
Tío Omar se quedó callado una fracción de segundo, como calculando su respuesta.
“Sos pilas, ¿va?”
Sonreí, “a veces,” le dije.
Tío Omar devoró el primero de sus seis tacos casi sin morderlo, como sediento de la grasa y el limón. Se limpió la boca, ahogó un eructo, se disculpó y le dio un generoso trago a su horchata.
“You drink?” dijo. “A beer? ¿Una chelita?” y antes que le pudiera contestar pidió dos Tecates.
–
Yo tenía trece años cuando tío Omar se fue. No es como que hayamos tenido una relación antes, no era mi tío favorito, no preguntaba por mi. Pero la noticia sonó en la casa.
“Se va el Omar a los Estados Unidos,” le dijo mi mamá a mi abuelo un día, “le manda saludos,” para entonces, el oído octogenario de mi abuelo era un sentido pendular, iba y venía por ratos.
“Qué bueno,” sonrió él. “¿Y cuándo regresa? Habrá que ir a despedirlo.”
“No. Se va a ir a buscar trabajo.”
Mi abuelo, usualmente inexpresivo, soltó un sonoro suspiro y abrió los ojos como encandilado por el chisme.
“Y ¿a dónde?”
“A Nueva York.”
“Ay, Dios,” suspiró nuevamente y se quitó la boina.
Mi mamá se sentó al lado de mi abuelo, en uno de los amplios sillones que mi abuela compró meses antes de morir. Por costumbre o una secreta intimidad, mi abuelo solo se sentaba en el lado izquierdo del sillón. Con el paso de los años su cuerpo delgado había abollado el cojín y los resortes debajo, creando una profunda hendidura que se ampliaba día a día. Mi abuelo parecía un elegante y sonriente cuervo moreno, empollando la felpa del sofá. Ahí leía su periódico y revisaba los números del a lotería, ahí bostezaba hasta quedarse dormido unas seis veces por día.
“A Nueva York, pero muy lejos,” dijo mi abuelo un poco molesto.
“Dice que si le quiere hablar que lo podemos llamar en la noche. Él se va pasado mañana.”
“¿Será que ya tiene trabajo?”
“No, papa, se va a ir a buscar,” mi mamá le hablaba cerca del oído.
Pero mi abuelo no escuchó, o no quiso escuchar. Para entonces ya estaba sumido en un profundo y melódico rezo. Así rezaba mi abuelo, en casi-silencio. Las palabras se siseaban fuera de su boca. Se le aflojaban los ojos como cayendo sobre su rostro arrugado; se llevaba las manos al pecho, miraba hacia arriba. Si por casualidad estaba adentro buscaba salir al patio, a la terraza, a la calle para ver directamente al cielo, como si solo así Dios pudiera escucharle, así, sin concreto de por medio, solo él y la enorme inmensidad. Nada lo interrumpía. Rezaba seguido. Mi abuelo rezaba mientras desayunaba, mientras subía las gradas, antes de dormir. Cuando mi abuelo rezaba nada más importaba. Hasta no pronunciar un sonoro amén el mundo alrededor no podía penetrar su gruesa burbuja espiritual.
“¿Papa?” mi mamá lo tomó del hombro. Nada.
Si alguien lo veía rezando, él sonreía en pleno trance y seguía. Si había alguien cerca, él bajaba el volumen de su voz, como queriendo no compartir los detalles de semejante intimidad.
Un par de años antes yo había ido a Estados Unidos por primera vez, a Miami. No sabía qué tan lejos quedaba Florida de Nueva York, pero imaginé a mi tío caminando calles similares a las que yo caminé, sufriendo el mismo sol. A esa edad yo sabía poco de la migración y aún menos sobre los mojados. Si bien tío Omar no se mojó la espalda cruzando el Río Bravo, es de esos valientes caminantes que mantienen la enorme maquinaria de Estados Unidos. Esa maquinaria que a veces –muchas veces– es tan fría, malagradecida y cruel con sus obreros. Trabajadores que sostienen en sus hombros, y moldean con sus manos callosas, la base del país. Pensé entonces, a los doce años, que yo nunca sería capaz de ir a un país extraño solo.
“Amén,” dijo al rato mi abuelo, se volvió a poner la boina, caminó hasta el teléfono y empezó a hojear el directorio. “¿Le dijo cuándo es que se va?”
–
“¿Por dónde es que estás viviendo, patojo?” me preguntó mi tío; después de los seis tacos, una horchata y una Tecate, había pedido dos tequilazos. Yo veía con desconfianza ese pequeño shot que sonreía mañoso frente a mi.
“En Harlem,” dije. “119 y Madison.”
“Ah, sí pues. It’s nice over there. Mucha música y latinos. Acá también,” sonrió, como orgulloso.
“¿Queens, New Jersey o Bronx?” le pregunté. “¿Tu favorito?”
“Queens, are you kidding? Siempre Queens. Have you been there?” le dije que sí, pero conocía muy poco. “Ah, tenés que ir. Hay tanto: Jackson Heights, Maspeth, Astoria Park, es una chulada.”
“¿Y por qué paraste ahí?”
Tío Omar sonrió, pero no era una sonrisa cálida, era más bien, irónica, sarcástica casi, como diciendo ay cabrón.
“La gente puede ser una mierda,” dijo y agarró el shot de tequila, lo empezó a mover; el líquido dorado rozaba la orilla. “Si saben que no estás legal te van a chingar. Primero mi jefe, me empezó a pagar menos o a no pagar. Después me quisieron subir la renta, out of nowhere. Como no podía irme a quejar con nadie pues pa’fuera,” se empinó el minúsculo vaso de tequila, sin sal, sin limón. “Mi jefe, Ryan Jefferson me quedó debiendo dos meses de salario, mi landlord, Bruce Jones no me devolvió el depósito. Esa vez no le pude pagar su fiesta de cumpleaños a mi Elena,” se volvió a empinar el vaso para dejar caer una última gota solitaria. “Lo mismo me pasó en Jersey.”
En lo que estuvimos sentados platicando, la taquería se llenó. El español traqueteaba con soltura dentro del restaurante. El inglés, en ese pequeño rincón del Bronx, es reducido para invocar insignificantes tecnicismos, para decir large, Sprite o cheesecake. Los Tigres del Norte suenan altivos sobre el siseo de la carne hirviendo.
Estaba por tomar el tequila cuando un nuevo empleado que recién había marcado tarjeta pasó a saludar a mi tío.
“Maestro,” dijo el hombre y le pegó sutilmente en la espalda a mi tío. “¿Cómo estás?” y se abrazaron.
“Bien, bien, ¿y vos?” respondió mi tío Omar en pleno apretón. “Mirá, Daniel te presentó a mi sobrino, o primo, ¿qué somos, vos?”
“Alejandro, mucho gusto,” le dije y le ofrecí la mano con la que sostenía el shot de tequila.
“¿Paisano?” dijo Daniel. “¿De Guate?” le dije que sí. “Yo también, la mayoría de acá.”
“¿Ah sí?”
“Esto antes era un restaurante guatemalteco,” interceptó mi tío. “Hacían kaqik, pinol, caldo de chunto, tamales, atoles, de todo.”
Me imaginé el restaurante tapizado de recuerdos guatemaltecos, quetzales en vez de catrinas, cerveza Gallo en vez de Tecates, El Gran Jaguar en vez de las banderas mexicanas. Imaginé platos de barro, tortillas de masa, frijoles colados, fiambre los noviembres, canillitas de leche.
“¿Y qué pasó?” dije.
“Aguados estos,” dijo mi tío.
“No vendíamos,” respondió Daniel. “La gente no quiere comer comida guatemalteca acá, no venían ni por los tamales. Pero todos quieren tacos,” dijo con desprecio, como casi escupiendo sobre nuestros platos vacíos. “A veces es mejor ser mexicano,” dijo y empezó a recoger los platos de la mesa. “¿Otra cerveza?”
Mi tío negó con la cabeza, “la cuenta,” dijo.
Tío Omar esperó que Daniel se fuera detrás de la cocina para volver a hablar.
“Pero a veces es mejor ser guatemalteco,” dijo mi tío. “Aquí a veces me paran los policías por, por babosadas. Algunos te piden dinero. Te preguntan de dónde sos. Si decís que sos mexicano, pum, te registran. Muchos de esos idiotas ni saben dónde queda Guatemala, no saben qué carajos es. Piensan que es en África o una mierda así. Gracias a Dios sé inglés y me las puedo espantar. A veces es mejor ser guatemalteco,” añadió. “La mayoría de veces es mejor ser gringo.”
Un par de minutos después Daniel el mesero regresó con la cuenta y con dos pequeños flanes bañados en leche condensada, “on the house,” dijo y se fue.
“¿Has visto a mis nenas?” dijo mi tío Omar, mientras ordenábamos los billetes para pagar. Le dije que no.
“O tal vez sí,” sonreí. “He ido a Xela, siempre hay gente, pero no me recuerdo de ellas.”
Asintió sin verme.
“¿Te vas a tomar eso?”
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