Por: Sebastian Salvador
El carcelero cierra la celda y se aleja en silencio. Atrás, encerrado, queda un hombre en un calabozo de diez metros cuadrados. Otra noche más, murmura mientras escucha el baile metálico de las llaves apagándose. Las voces y los cuerpos se han acabado por hoy; así lo decreta una autoridad superior a la suya. Y es en estos momentos del día cuando aprecia la compañía de los demás, mismo si apenas habla con ellos, mismo si rechaza sus comportamientos de animales salvajes. Se recuesta en la cama y por más fuerza que hace con el pensamiento no alcanza a espantar la impresión de abandono que cada noche inunda la celda al escuchar el ¡CLAC! de la puerta al cerrarse. Otra noche más no le queda otra opción que aceptar la realidad, resignarse como quien se resigna sujeto a los barrotes de su cuna.
El rito es más o menos así: el calabozo comienza a inundarse, el hombre se acerca a la ventana enrejada para poder respirar mejor, las luces de la ciudad llegando desde la avenida se acomodan en su rostro, el hombre saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, enciende uno y , sin prestar mayor atención a lo que ve, comienza a silbar. La melodía –que siempre es improvisada- atraviesa las rejas mientras se va desvistiendo del humo de tabaco, baja con la primera corriente de aire que atrapa y en unos segundos llega a la ciudad. Toma la avenida por la cual algunos oficinistas rezagados todavía se escurren en colectivos y vagones de tren para regresar a sus casas. Avanza empujada por los tosidos de los coches. Atraviesa el centro y llega a la entrada de un parque sin haber perdido un solo cabello en la hazaña. Se burla de las rejas oxidadas y sobrevuela zigzagueante entre corrientes de aire, rozando las hojas húmedas de rocío y smog. Al desfilar por encima de los arbustos esquiva los suspiros de una pareja adolescente escondiéndose del mundo. Continúa hasta salir por una de las puertas trasversales y surca las calles adoquinadas de un barrio porteño. Viaja aferrándose a los soplidos de aire que lanzan las últimas persianas que caen hasta mañana. De una ferretería sale una melodía de violín desde una estación de radio AM.
Recorre las calles sin prisa ni propósito, nadando por la ciudad con el ánimo vagabundo de un silbido.
Cuando la noche marca su hora más espesa comienza a buscar un árbol donde celebrar su apago. Débil pero aun vivo va cayendo cuesta abajo como un alfiler en el agua hasta desplomarse sobre el lomo de un gorrión de ciudad. El animal, que hasta ese momento descansaba sobre la rama con el cuello hundido en el cuerpo, se percata de que algo le ha caído encima. Se sacude agitando la cola y las alas pero es en vano, no puede quitarse esa manta invisible. El gorrión alza el cuello y sin moverse de la rama comienza a cantar. Son las tres y cuarto de la mañana pero cualquiera diría que suena a amanecer.
El silbido del gorrión ahora recorre las veredas vacías y entra por la ventana de una casa. Adentro, un hombre desvelado intenta escribir algo en una libreta. El canto alcanza sus oídos y en el silencio oscuro de la noche puede percibir como le recorre el cuerpo, llega a su brazo, bajar por el codo y se dispersa por los dedos que sujetan la lapicera y empujan éstas palabras.
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