Aquí Siempre es de Noche es la segunda novela de la trilogía del escritor Byron Quiñonez. Es en otras palabras un laberinto oscuro lleno de fauces, crímenes y un humor negro y terrorífico del que ningún lector se salva. Desde el año pasado, el proyecto editorial Amorfo Comics dirigido por Pablo Luján lanzó la primera edición ilustrada por Byron Zúñiga del primer volumen de Quiñonez, El Perro en Llamas, pero hoy el segundo ejemplar llega aún más oscuro que las pesadillas del primero.
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[toggle_item title=»Aquí Siempre es de Noche – Byron Quiñonez y Byron Zúñiga» active=»true»]
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[toggle_item title=»Aquí Siempre es de Noche, Byron Quiñonez» active=»true»]I
Era muy temprano para que las moscas depositaran larva y echaran a perder la carne de la joven que yacía boca abajo en aquel bosquecillo, tan desnuda como el día en que nació y más muerta que el buen gusto. Un deceso de horas, quizá.
Un arco iris de tonos verdes, invocado por las recientes lluvias, enmarcaba la palidez de su piel y destacaba la belleza del cadáver. Su cabellera en desorden se derramaba sobre sus hombros, cubría su rostro y serpenteaba sobre la hierba.
El murmullo de hojas movidas por el viento llenaba la mañana y semejaba esa clase de silencio que llena las iglesias de calle transitada como una radio lejana, mal sintonizada y con pilas a punto de morir.
Un pájaro de plumas negras como el onix se posó en una rama de pino, causando una pequeña lluvia de rocío que bañó el manto de humus. Agitó las alas con aire majestuoso, erizó las plumas del cuello y empezó a graznar.
Lejos de ahí, el trío de relojes de la Catedral Metropolitana marcaba las ocho de la mañana. Sin embargo, en las afueras de Santa Lucía Milpas Altas —donde yacía la joven— parecían las seis.
El cielo había perdido los colores y era una cobija de plomo helado. El sol andaba de vacaciones y no pensaba regresar nunca. Una mariposa tornasolada permaneció más de lo necesario sobre el cadáver y su distracción fue aprovechada por el ave negra, que se lanzó desde la rama y la engulló de un picotazo.
A pocos metros, un grupo de petirrojos ocultos en el follaje comía orugas y entonaba la canción de la lluvia.
Era muy temprano para pensar en larvas de mosca.
II
A esa hora, el detective Rosanegra, de la sección de Homicidios de la Policía Nacional, sudaba entre las cobijas y se debatía entre la pesadilla y la vigilia. En el sueño, que le atormentaba cada vez con una variante distinta, caminaba sin rumbo en un bosque infinito, con árboles (negros) que destacaban amenazantes contra un atardecer eterno.
Capas de hojas multicolores y hongos tóxicos decoraban el suelo y se mezclaban con frutos caídos y cadáveres de flores corrompiéndose al pie de troncos que alojaban serpientes, panales y legiones de orugas urticantes.
Presentía que no estaba solo en aquella foresta. Miró en derredor y, para su alarma, descubrió incontables pares de ojos fulgurantes cuya luminiscencia perforaba la bruma que flotaba entre los árboles.
Docenas de perros, grandes y fieros, le acechaban desde las tinieblas.
Había tantos, ocultos entre las sombras, que el rumor de sus gruñidos era otra forma de silencio.
El suelo, que al principio era firme, fue poco a poco tornándose resbaloso y blando como barro con jabón. Rosanegra bajó la vista y vio los charcos de sangre y lodo que decoraban la vereda.
Intrigado, siguió su camino y más adelante encontró un esqueleto de perro calcinado: huesos renegridos por el fuego y fauces abiertas en un eterno aullido post mortem.
Un poco más allá descubrió un segundo, tercer y cuarto esqueleto al pie de los árboles.
Una jauría de esqueletos carbonizados.
No quiso mirar las calaveras carnívoras. Las cuencas vacías parecían verle con odio desde el más allá y optó por seguir caminando. Sólo se detuvo cuando halló una bifurcación en el camino y una voz rasposa y cascada llegó hasta sus oídos.
“You can’t get out…”
Aquella frase, que recordó haber leído años atrás en algún libro, le hizo evitar la senda izquierda, tan llena de osamentas que el débil resplandor de fuegos fatuos y gas metano se perdía en la distancia.
Tomó la derecha, libre de esqueletos pero llena de cadáveres de ardillas y conejos con el vientre destrozado a mordiscos.
Dicha senda le llevó a una construcción de madera, lodo y piedra que por su forma le recordó un enorme iglú. La hierba crecía entre sus junturas y estaba parcialmente cubierta por las raíces de una ceiba enorme con una gigantesca telaraña de bejucos y plantas parásitas que pendía de sus ramas.
Una música extraña y demencial que le hizo pensar en una película de horror sin imágenes llegó hasta sus oídos, evocativa y siniestra.
“Come on, do your line…” escuchó que decía la misma voz, grave y rasposa, desde el interior de aquella especie de cabaña-cubil.
Rosanegra pensó en acercarse y llamar a la puerta pero su instinto le detuvo. Sin hacer ruido, rodeó la casa y pegó la nariz al cristal de una ventana circular por la que escapaba un haz de luz amarillenta.
En el interior dos extraños seres se inclinaban sobre una vieja mesa de madera. Uno era tan corpulento como un oso erguido, gordo y cubierto de pelaje castaño y erizado, un plantígrado de pesadilla.
El otro engendro, menos voluminoso aunque más alto que Rosanegra, era un lobo antropomorfo de pelo negro y expresión fiera, con grandes garras y aspecto depredatorio.
En su mano-garra sostenía un hueso tubular que le tendió al úrsido. Éste lo tomó entre sus dedos y vació un recipiente lleno de polvo sobre la mesa; formó una gruesa línea con aquella sustancia y, colocándose un extremo del tubo de hueso en la nariz, la absorbió con vicioso deleite.
“Lup-66…” pensó Rosanegra. Escuchó gruñidos y descubrió que estaba rodeado por una jauría de perros enormes que al verle de frente empezaron a ladrar.
Cualquier esfuerzo por callarles iba a ser inútil y lo sabía. Volteó hacia la ventana y vio con angustia que las dos bestias le señalaban y, dejando el hueso y el polvo sobre la mesa, caminaban hacia él.
Antes que las fauces de los perros se cerraran sobre sus piernas, el timbre de su teléfono lo arrancó del mal sueño y lo regresó a la relativa seguridad de su cama. Sin abrir los ojos, mitad aliviado y mitad a regañadientes, tanteó a ciegas en busca del aparato y contestó de mal modo.
Se pasó las manos por la cara mientras hablaba, frotándose los ojos para borrar las imágenes del sueño: los huesos quemados, las calaveras dentadas y la expresión maligna de los engendros de la cabaña.
Bostezó con desgano y cuestionó la necesidad de levantarse a chapotear en el fango de la rutina laboral.
“Para esa porquería mejor no despertar”, pensó malhumorado. Se preguntó qué iría a decir al momento de su muerte y concluyó que seguramente sería una frase llena de sarcasmo.
Carraspeando, se puso de pie y descubrió una mariposa negra posada en la pared.[/toggle_item]
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