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Página principal > Columnistas > Texto > Alejandro García > Always Panamá
30 junio, 2016  |  Por: Alejandro García En: Alejandro García, Columnistas, Texto

Always Panamá

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 Downtown Train #9

Por Alejandro García

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¡Condenada cosa es estar en Nueva York, y sin audífonos! [1] Condenada cosa, y más con ganas de escuchar el soundtrack de Miles Ahead.

No quería comprar de esos audífonos truchos, sheretos, chambones de a 2 dólares. Pero tampoco de esos Beats By Dre de a 499.99. Quería algo conservador, de a 15, más o menos.

Antes de clases pasé por una tienda coreana por Bryant Park. “No headphones, only speakers,” me dijo un tipo malhumorado.

Me topé con una tienda SONY cerca de Grand Central, pero solo habían aparatejos luminosos con botones led, hechos con fibra de cobre y que predicen el futuro por un módico precio de ‘un ojo de la cara, más taxes’.

Al rato encontré de esas tiendas de electrodomésticos que abundan por Midtown. Donde hay de todo, desde viejos Gamecubes hasta la más reciente cámara Canon.

“What do you want?” me dijo uno de los cajeros, era alto, de espalda amplia y piel rosada, no pálido, rosado como irlandés asoleado. “¿Qué quiere?” dijo con esa rasposa cordialidad neoyorquina.

“Audífonos.”

“¿Qué tipo? ¿De pastilla, diadema, grandes, pequeños, caros, baratos?” dijo. “Cheap? Cheaper? The Cheapest?”

“De pastilla, 20 dollars tops,” le dije y el tipo desapareció detrás de una pared.

La tienda estaba ordenada con la precisión de un juego de Tetris. Cada pared, estantería, vitrina, cajón y mesa tenía decenas de aparatos. Habían letreros que prometían el brand new iPhone7 más barato que cualquier otro lugar, USB’s con juegos de PS2, juegos usados de PS3, juegos nuevos de PS4. Camisetas de Feel the Bern! que anticipaban las elecciones primarias en Nueva York. Alguna canción de Rihanna sonaba en las bocinas.

El estar en medio de esa escultura tecnológica –casi steampunkesca, me recordó a la Sexta, a la antigua Sexta. A la Sexta antes de ser El Paseo La Sexta. Me recordó a cuando los vendedores estaban montados sobre las banquetas. Me recordó a aquellas tiendas informales que vendían relojes-calculadoras, Polistations e aquellos infames lasers de bolsillo con cabezas intercambiables.

De esa Sexta renegada y anárquica quedan el McDonald’s entre 10 y 11 calle al que íbamos seguido con mis papás, el Hotel Engel, Pollo Brujo, Los Capitol y algunas otras reliquias noventeras del Centro Histórico.

Esa Sexta era sucia –o más sucia-, desordenada, peligrosa –a veces. Un par de veces bolsearon a mi papá “ahí me quieren mucho,” bromeaba luego que una vez un ladrón lo abrazó por detrás mientras lo amenazaba. Siempre que íbamos mi hermana y yo, él nos llevaba de la mano.

Una de las pocas veces que fui con mi mamá entramos a los Capitol, en alguno de los niveles del centro comercial vimos un pequeño estante con juegos de Super Nintendo. Usados pero baratos decía el letrero.

“Mirá, mama.”

“No sé, m’ijo, capaz no sirven,” me respondió, pero el muchacho ofreció probarlos en la pequeña pantalla que tenía enfrente.

Por 100 quetzales, más o menos, nos llevamos Donkey Kong Country, el juego de los Animaniacs y uno de boxeo. Los tuve por poco más de dos días.

En esa época mi papá trabajaba en tribunales y había supervisado varios cateos de tiendas ilegales, algunos en la Sexta. Mi papá, al ver esos juegos y tras identificar su dudosa procedencia los tiró a la basura.

¿Serán robados los audífonos? pensé cuando la campana de la tienda sonó. Por sobre el tintineo que anunciaba el ingreso de un nuevo cliente entró la orquesta urbana de la 39th Street: buses, camiones y algún bucket drummer.

“¡Valeria, linda! How you’ve been? ¿Todo bien?” le dijo uno de los cajeros a la señora que acababa de entrar a la tienda.

“Todo bien,” respondió ella y se quitó el chal que le apretaba el cuello.

“The usual?” le preguntó el cajero, ella asintió.

Al rato llegó el muchacho que me había atendido. Desplegó en la mesa varios audífonos, todos en su empaque de plástico.

“Can I try them?” le dije. “¿Los puedo probar?”

“No todos,” me respondió y buscó aquellos que podía abrir sin dañar la caja. Me entregó tres pares.

Saqué de mi bolsa mi iPod Classic, ese que me lleva acompañando varios años ya, de esos que cuando la gente lo ve me dicen “cuidalo”, de esos de 80 GB, de esos que le caben toda la discografía de Tom Waits, con todo y B-Sides.

Probé los audífonos, escogí unos blancos y pagué con un billete de veinte dólares.

“¿Lo vendes?” me preguntó Valeria, la señora que había entrado unos minutos antes.

“What? ¿Qué?” le dije, así, sacudiéndome el inglés de encima.

“El iPod, ¿lo vendes?”

“Em, no. ¿Por qué?”

Valeria tenía una mirada cálida, amable, simpática. Pude ver detrás de la sutil invasión de sus arrugas cierta picardía, un sazón chusco y ocurrente.

“We only got four, solo cuatro,” le dijo el vendedor a Valeria y puso sobre el mostrador cuatro iPods Classic, como el mío, nuevos pero de doble capacidad.

Sabía que Apple había descontinuado ese modelo en el 2015 pero sonreí al saber que, si en todo caso perdiera el mío, podía encontrar un reemplazo en pleno Times Square.

“Me los llevo,” dijo Valeria y le entregó una tarjeta dorada. “Y entonces,” me volteó a ver, ¿no lo vendes?”

“Ya llevas cuatro, ¿para que quieres otro?

Valeria sonrió.

“Soy cubana,” dijo. “Allá no tenemos iPods.”

Valeria, nacida en Cienfuegos, pero residente de New Jersey, me contó que cada año viaja a Cuba a visitar familia y amigos. Valeria salió de Cuba poco después de la revolución del 61, ilegal. En la isla estudió medicina, es doctora de profesión, pero en New Jersey es maestra de música en escuelas públicas. Actualmente, los residentes estadounidenses deben justificar por qué aparece un sello de ingreso a Cuba en su pasaporte cuando regresa a Estados Unidos, ella simplemente dice que fue a visitar familia, «y a dar algunos regalos».

No hay vuelos directos a Cuba desde New Jersey-New York. Cuando Valeria viaja debe hacerlo de forma indirecta: New York-México-Cuba, o New York-Panamá-Cuba. En cada viaje lleva algunos suvenires gringos, camisetas de los Yankees, gorras de los Knicks, postales de Manhattan, y la mayor cantidad de iPods Classic que pueda.

“Allá no tenemos iPods,” me repitió. “No los venden allá. Lo que hago es que compro varios, los saco de su caja y les meto algunos cd’s que me piden.”

“¿Quién te pide?”

“Voy al barrio donde crecí, allá hay mucho músico,” dijo. “Pero es un barrio muy pobre. Los niños quieren escuchar música, quieren saber quién es Chucho Valdés, quién es Paquito D’Rivera, quien es Dizzie Gillespie.”

Antes de ir a Cuba, Valeria recibe un listado de discos que los niños de Cienfuegos quieren. Mercedes Sosa, Chavela Vargas, Ry Cooder, Miles Davis, Audioslave.

“¿Audioslave?” le pregunté, sorprendido.

“Claro, ¿los conoces? Desde que tocaron en Cuba mucha gente lo’ quiere escuchar.”

Valeria no solo lleva iPods, a veces lleva discmans u otros mp3’s, “pero a veces les regalo los iPods a familias y así empiezan su colección musical.”

“¿Regalados?”

“Pues claro, la gente no tiene 100 dólares,” frunce el ceño, molesta, quizás. “Es muy lindo. A veces tenemos fiestas, listening parties. Nos juntamos en la casa de algún chico, otra persona lleva amplificadores y conectamos los iPods para escuchar la música, la nueva música de Cienfuegos. Bailamos, comemos, cantamos.”

Imaginé a Valeria zapateando el piso, o meneándose con suavidad. Imaginé a Valeria siendo recibida como un héroe de barrio, como toda una Robin Hood de la música. Imaginaba las fiestas clandestinas de Valeria: la traficante del jazz.

“Your change,” el vendedor que me atendió regresó con mi vuelto. Casi de inmediato el que atendió a Valeria regresó con su tarjeta de crédito y una bolsa negra con sus cuatro nuevos iPods. Traté de imaginar qué discos le cargaría. ¿Charles Mingus? ¿Ornette Coleman? ¿John Coltrane? ¿Ray Charles? ¿Esperanza Spalding? ¿Etta James? Tal vez hasta había un entusiasta de Rihanna en Cienfuegos.

“¿Y tu de dónde eres?”

“Guatemala.”

“Ah, claro. Antes iba a Guatemala, pero los reproductores son muy caros, y ya no encuentro iPods.”

“¿A qué otros lugares vas?”

“Busco en algunas otras tiendas de Manhattan, Brooklyn, Los Ángeles, Miami, Panamá, siempre Panamá.”

“¿Siempre?” sabía de las gangas panameñas. A pesar que nunca he ido, varios amigos me cuentan que llegando a Panamá se sorprenden de cuán baratos son algunas cosas. Reproductores de DVD, consolas, electrodomésticos y demás casi a la mitad de precio que en Guatemala.

“Always, always Panamá” dijo mientras se volvía envolver el cuello con el chal rosado. “Aunque no siempre por iPods.”

“¿Por qué?” le pregunté.

“Mi hermano, está preso en Panamá,” dijo mientras caminábamos. “Lleva 5 años allá. Por traficar,” dijo y abrió la puerta.

La sutil brisa del marzo neoyorquino nos acarició.

“Y entonces, ¿no lo vendes?”

–

[1] Oración basada en una frase de Week-end en Guatemala, cuento de Miguel Ángel Asturias. La frase original es: ¡Condenada cosa estar en Brooklyn!

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Escrito por Alejandro García

Zurdo. Soy fiel creyente en la comunidad y colaboración. Inquieto noctámbulo. A veces leo, a veces viajo, a veces tomo fotos, a veces hago música, muchas (muchas) veces escribo, a veces no. Orgulloso piloto de un Subaru intergaláctico.
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