Por: Desirée Cordón
Me inquieto. Creo que este sistema de cosas que habito en lo común y lo repetido, es un lugar que no entiendo ni me entiende, y si lo aparenta es seguramente por compromiso. No lo digo resonando por encima de las cosas, lo cuento porque me duele el estómago y, si no lo controlo a tiempo, se vuelve baba y no tiene más que nervios, vergüenza y miedo. Cuando este espacio ácido duele de más, el suelo gira y nadie pareciera conocido. Gira pero gira y no para, las esquinas se estiran tan lejos de mí que no sé si debo subir, bajar o demoler para llegar al mismo punto. Cuando eso pasa, cuando la inquietud me invoca los demonios, voy corriendo hacia ella.
A ella voy y es, porque lo he visto detenidamente, un cuarto precioso. Cuarto donde el encierro es una apretasón que huele a ella y a su risa china. Las flores que nacen de las esquitas húmedas son gigantes y esponjosas. El aire es dulce, meloso, la consistencia de todo cuanto contiene es tan suave que aruña y da risa. Me aviento de pared en pared, cuando llego al otro extremo caigo tendida en el suelo acolchonado y puedo llegar a orinarme de la emoción. Me quedo sobre el suelo sin identificar si lo que siento en la cara son lágrimas o lluvia, no importa porque nada aquí es juzgado. Aquí no tengo edad ni límites. Si lo imagino, se trasforma. Aquí todo lo tengo, todo es debido y soy la persona que quería ser.
El mundo que busco está en el cerebro de mi mamá. En su electricidad, en sus neurotransmisores, en sus ciclos y sus chispas. Este es el lugar que me prometí encontrar, el lugar donde planeo mi retiro, donde no hay común ni repetido, aquí nada gira, aquí todo está quieto, aquí todo es suave, aquí todo es colocho, aquí todo abraza, aquí todo tiene ojos azules, aquí todo es chocolates, aquí todo me ama.
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