Por Desirée Cordón.
Debajo de la tierra conversan, bajo mis pies la vida sucede. Me recuesto sobre el suelo tratando de escuchar, con suerte, múltiples susurros que unan palabras. Ella le cuenta sobre lo sucedido.
“Contámela otra vez” le dice la niña y yo presiono mi oreja sobre la plancha de cemento.
Me he quedado ahí, tendida en el pavimento. No he cerrado los ojos todo este tiempo. Veo como el sol es detenido por el suelo, no puede filtrarse y llegar hasta ellas. El polvo cae en diminutos pompones y las hormigas han comenzado a usarme como colina. Quiero estar ahí con ellas, quiero oírlo todo. Trato de no moverme tanto, no quiero que sepan que las escucho porque lo sé, sé que esta no es mi historia.
Logro identificar el sonido de dos manos uniéndose, consolándose. Yo uno mis manos, tratando de ser parte del momento, siéndolo sobre el asfalto, sobre la ciudad. Mis dedos se entrecruzan e imitan el sonido de abajo. El sonido de ellas dos se escucha encajonado, escondido. El mío no tiene siquiera eco, el sonido no se ocupa de mí porque sabe que esta no es mi historia.
El sol me deja sin energías, me derrite como si fuera un pedazo de crayón. Rasco con mis uñas el suelo, quiero ver sus caras. El pavimento impide que cabe un dormitorio y me esconda, me desaparezca del nuevo milenio y le de límites al sol. No quiero estar aquí, aquí arriba donde nadie es parte de esta historia y construyen sobre los cuerpos para no escuchar las conversaciones subterráneas. Si esta historia no la cuento yo, igual vendrá con el agua que nazca del subsuelo. Debajo está la única narrativa que todavía no conocemos. Sé que abajo está la verdad.
“Contámela otra vez” dice la niña y yo presiono aún más mi oreja sobre la plancha de cemento. Mi cara ya comienza a sangrar porque el límite entre ellas y yo es físico, es obvio, es injusto. Mi oreja está completamente raspada. Golpeo el suelo, este tiembla, se caen las casas y los edificios, los periódicos traen a luz viejos temas y viejos culpables. Quiero oírla. Quiero oír toda la historia.
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