Por Mario Valdizón.
No era una mentira que me gustara Marta, típica niña vecina hija de fervientes católicos carismáticos; su ropa una talla más grande con tal de no incitar al pecado, al morbo, pero ¿cómo no incitar al morbo una joven tan bella que degustaba de los helados de bola con tal ferocidad, con tal lujuria ingenua? Al menos de esa forma la miraba yo; sus faldas coloridas hasta las rodillas, sus tan femeninas chinitas, a veces negras, otras azules… en total le conté unos quince pares de chinitas, le encantaban, como a mí me encantaba verla en la heladería, en la tienda, en la panadería, siempre apunto de expresar tan dichosa palabra de saludo, ese tan difícil -“¡Hola!”-. Marta, si supieras que fue por ti que empecé a ir al grupo de jóvenes católicos de nuestra parroquia dedicada a la guadalupana, que fue por ti que me aguantaba el sueño ante la prédica de esos pubertos llenos de acné, sudorosos y con brakets, tantas veces peores que yo con sus problemas existencialistas y su falta de objetividad ante los “milagros del Señor”. Detestaba eso Marta, pero lo aguantaba por vos, por tus ojos, por tus manos, que tan pocas veces pude acariciar, por tu labios, que nunca pude besar, por esa risa ingenua ante mis estupideces y esa ingenuidad ante mis reflexiones filosóficas, eso eras tú, Marta, pura ingenuidad, y por un momento lo categoricé como los meses más bellos de mi vida, sin saber que la belleza es subjetiva, sin reconocer que la gravedad te atrae, y que cuando te elevas demasiado, por leyes de la materia, caerás, que cuando estés apunto de tocar el suelo la velocidad será mayor por la aceleración que experimentas durante todo el trayecto, y yo no lo sabía Marta, estoy seguro que tú tampoco, lo mío fue conocimiento empírico, y tú no lo experimentaste.
Se acercaba la semana santa, tú te habías mudado dos semanas antes del miércoles de ceniza, por lo que durante la cuaresma solo nos vimos cinco veces, esas veces que llegabas al grupo de jóvenes ante tu incapacidad para desprenderte del pasado, de tu infancia, de tus amigas, de tus amigos (malditos), de la imagen de un metro y medio de la virgen de Guadalupe cerca de la oficina del sacristán, la cual me contaste que hablaba contigo, por eso tanto fervor a la virgen, Marta, esa falta de capacidad para considerar eso como primeros signos de algún tipo de psicosis, y esa convicción tuya de ser un milagro del Señor. Pero aquí estaba, ante esa ilusión de creer posible que si yo, un potencial escéptico miedoso del Señor, hace el mejor altar de Jesús Resucitado de todo San José, Villa Nueva, tú te ibas a fijar en mí finalmente. Recuerdo el momento que me comprometí con tan cristiana tarea, estabas al otro lado del salón, Marta, platicando de no sé qué pendejadas con tus amigas, a lo mejor de las botas que te habían comprado tus papás unos días antes, por lo que rompiste con todo pronóstico de usar chinitas ese maldito día. Ya estaba perdido observándote, como quien se maravilla con el sol, la luna y las estrellas, así te observaba yo a vos, Marta, comprenderte, tu ciclo, tus fases ¿cómo eres al cuarto menguante? ¿Cómo enamorarte a la luna nueva? ¿Qué astros giran alrededor tuyo? ¿En qué parte de tus manos se forma la constelación de Sagitario? Te estudiaba, te contemplaba, y mi estupidez me hizo pensar que ya te amaba. Ante tal pérdida de la realidad, y totalmente sumergido en “el mundo Marta”, el imbécil de Estuardo, con tal de saciar sus necesidades tan primitivas y toscas de chingar, me involucró… ¡No! Más bien me zampó, ante la interrogante de José (delgado, alto, pálido, colocho, acné y brakets, y una mentalidad de pendejo) de voluntarios para realizar el altar de Jesús Resucitado, a cargo del grupo de jóvenes. Estuardo exclamó:
- ¡Mateo quiere!- Con toda la materialización sonora de la estupidez y la falta de estímulo intelectual que caracteriza a los alumnos de los colegios privados de barrio (qué son la mayoría).
Por lo que ante mi falta de corriente sobre el tema exclamé un:
- Simón, está bueno-. Coloquial y vulgar como los mismos alumnos de colegios privados de barrio.
Fue cuando tú me miraste, Marta, por primera vez me resaltaba del resto, por primera vez tú y yo cruzamos miradas, pero no esas miradas vagas, sin ese toque de ingenuidad, donde no pasamos de la retina; pero tú y yo nos miramos, no nos sonreímos porque no hacía falta, los imbéciles a mi alrededor y las idiotas al tuyo se desplomaron, se desvanecieron como estatuas de arena negra en un fondo negro, y ese momento fue tuyo y mío, nadie nos lo puede quitar. Aun hoy lo recuerdo, me gusta pensar que tú también, como ese instante en el que tú y yo pudimos ser algo más. Hasta luego tuve la noción de la mierda en la que me había zampado, pero qué importaba, si Marta, me habías mirado, por Dios, por Alá, Gilgamesh y Zeus que cuando alguien está enamorado es un completo idiota.
Durante los siguientes días estuve trabajando en ese altar, los dos viernes que me observaste trabajando me obsequiaste una sonrisa, esas sonrisas tan inhibidoras de estrés, furia y desesperación, pero tan embriagantes en sueño, ilusión, fantasía, unicornios rosa con cuernos de caramelo bañándose en arco iris de Nerds, patos con motor en el fundío y lentes de sol, y perros jugando a las canicas a la verdad junto con gatos que juegan a los tazos a la mentira. Había terminado el altar, Marta, ese altar de uno punto siete por dos por cuatro metros, con vegetación artificial en toda la orilla; angelitos extasiados en las esquinas, con su traje blanco y caucásicos como la tradición occidental manda; un Jesús rubio y barbudo, gigante y pesado, traje blanco y sandalias café; un efecto de luces para que resaltara lo atractivo de Jesús, y sus aberturas en las manos. Ese era Jesús, ese era el altar, todas las doñas del barrio, que a partir de los trece años me tachaban de vago, ese día solo les faltó bañarme y que se tomaran el agua -¡Oh! Qué bello te quedó, Mateito, usted como que sí ama al Señor-. -¡Oh! Mateito, Jesús ha de estar sonriendo en el cielo-. –Mateito, yo siempre supe que ibas a encontrar el camino del Señor, que mejor muestra que este altar dedicado al rey de reyes-. Todos esos comentarios me importaban un carajo, mi vista buscaba a cualquier lado rasgos tuyos, Marta ¿Dónde estás? ¿Dónde estarás? ¿Dónde estuviste? Presente, futuro, pasado, pasado, presente, futuro, futuro, pasado, presente, el pasado ha terminado, el presente me exige encontrarte, el futuro somos ella y yo, pensaba, pero no te encontraba Marta. El altar partió con la procesión, luego me contaron que el cura me buscaba para felicitarme y darme la bendición. Qué me importaba. Fui a un árbol cerca de mi casa y me senté entre sus ramas. El lento humo del tabaco me tranquilizaba, y fue cuando observé a un pájaro cantor entre las hojas. Por un momento creí que recitaba Since I’ve loving you de Led Zeppelin, hasta que escuché el bullismo, cantos, pisadas. Bajé del árbol para contemplar la magnitud de mi obra… fue cuando te vi, agarrada de la mano de otro, riéndose de la nada, entre las viejas coristas de alabanzas y el vendedor de algodones. Jamás entenderé por qué volteaste, pero lo hiciste, por última vez nos vimos; tú con tu enamorado siguiendo al señor, yo con un cigarro en la mano cabizbajo, bajo la copa del árbol; pero nos vimos, y no nos quedamos en la pupila. Desde ese entonces pretendo olvidarte, Marta. Han pasado ya un par de veranos, pero como todo buen Jesús, resucita una vez al año.
2,014
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